Editorial Romero

Colección: Quaderno máximo, 1

Primera edición: abril 2001

ISBN: 84-607-0875-6
Depósito legal: BA-278-2000
Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual

Diseño cubiertas e interiores: rosaura barr
Impresión: Imprenta Grandizo-LLERENA (Badajoz)

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Contra las restrictivas disposiciones mercantilistas de la creación y de la cultura se permite, incluso se agradece, que se reproduzca, por cualquier medio, sin fin de lucro ni fraudulento, el texto, diseño y cualquiera parte de esta publicación, citando siempre procedencia y autoría. Gracias.
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DEDICO


A mi familia, larga y ancha
A mis amigos, si los hubiere
A ellas, que también
A mis enemigos, que tanto apoyan
A mis lectores, que poco leen
A mis paisanos, de múltiples paisajes
A los apátridas, los desertores,
los cautivos, los torturados,
los exiliados, los vencidos,
los emigrados, los condenados,
los huidos, los pobres de la tierra y del cielo,
los enfermos, los amantes,
los pacíficos, los valientes,
los inteligentes
y aquellos que me olvido






SOLAPA


Nace donde el mundo se llama Llerena (Badajoz), un 28 de mayo de 19XXX, calle de la Cruz, nº7. Aprende a leer solo antes de los dos años...
Tras una infancia que trató de prolongar, como paraíso, se le vino el mundo de los mayores encima. Lee con denuedo desde siempre, con afán incontrolado. Estudia Filología Hispánica, alterna trabajos dispares y diversos, que van desde vendimiador, por ejemplo, a profesor de literatura. Siempre tiene algo por escribir. Donde va lleva su pequeña biblioteca portátil, sus cuadernos... Ha vivido bastantes ciudades y poblaciones a lo largo y ancho.
Sus maestros literarios son los del origen, los originales clásicos, griegos, latinos y de lenguas romances: Homero, Virgilio, desde las jarchas anónimas pasando por Cervantes, Rabelais, Camoens, Santa Teresa, Góngora, Quevedo, Gracián... Más recientes relee a Borges, Cunqueiro, Calvino, Monterroso, Goytisolo, Arreola, Miguel Espinosa, el Diccionario de Autoridades, Ambrose Bierce, Flaubert y otras fruslerías. Advierte del peligro en que el Mercado, el Capital y el Estado ponen a la creación literaria, al arte de la literatura. Es políticamente incorregible, ácrata, aristócrata arisco con los modos y modas sociales al uso y abuso establecidos.
Ha publicado Reverte metamorfoseado, novela, no leída, que algún crítico alabó como demasiado para un lector medio, pues pretende ingenio a cada línea y lo consigue. Dos poemarios: Quaderno de dexados, Viático para Teluria sola. Y cientos de artículos, ensayos, críticas, cuentos en revistas, diarios, etc., con cierta aceptación común. Algunos poemas, cuentos y ensayos forman parte de varias antologías.
Tiene como ocho novelas en el cajón, siete poemarios que revisa de continuo, algunos ensayos y muchos cuentos y relatos breves, así como otros libros inclasificables en géneros. La más importante tarea de su vida, su único afán esencial y necesario es escribir, sobre todo poesía. Lo demás filfa y engaño.
Ha promovido revistas y proyectos literarios, por encargo, para editoriales diversas, e intereses varios.
Últimamente está empeñado en editar su propia obra, en una guerrilla incruenta, contra la mentira de las grandes editoriales y sus productos mediocres o malos, aunque bien publicitados, la mentira de la fama y otras impertinencias a la creación. ¿Tendrá éxito o salida? En el próximo capítulo continuará.
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CONTRAPORTADA

Este libro no se puede resumir ni decir en dos palabras. Si así fuera no hubiese sido escrito más que en esos términos. Tampoco se puede hacer cine de él. Todo goce estético pide esfuerzo, toda comprensión entrega, sabiduría, amor, valentía. Hace cosa de veinte años que esta novela está reescribiéndose, para llegar a ser lo que hoy pretende: goce verbal. Abstenerse lectores de mediocridades al uso de premios, ventas y famas o publicidades. Que lo visiten aquellos que busquen la alegría, la sorpresa, lo inesperado; aquellos que crean en el arte literario como tal. Esto no pretende ser marbete engañifa de publicidad sino invitación al gozo y la complicidad.
Al editarlo creemos ofrecer un acontecimiento: se hallará vida e interés. Se podrá leer cien veces lo ya leído sin experimentar que se conoce. Tal es la virtud de este texto. Que aproveche a los atentos, despiertos, valientes y solidarios.
Este libro lleva un título, pero podría ostentar muchos otros. He aquí una parca muestra de los que lo contendrían:



Floresta de varia fuga
Imagen de la fuga
Crónica de fuga
Trífuga
Fuga perpetua
Las causas de la fuga
Axis
Mirabilia
Oráculo de espejo
Fuga a Delfos
Retirada de los héroes
Telón de cristal
Fulgurante acechanza
Dédalo de fugas
Panoplia de masoquistas
La desgracia del forzado
Fuga fingida
Fugaxiada
En este libro estás, que es el espejo
De cada rostro que sobre él se inclina.
J.L. BORGES

Huye por los corredores
que abren los espejos.
G. CELAYA

Al principio su superficie pulida era nebulosa,
pero después pasaban las imágenes fugitivas.
MARCEL SCHWOB

Omne corpus fugienduum est.
PORFIRIO

De inimicus nostris libera nos domine Deus noster

I CARICATO Y LOS DEMÁS DEL ÉXODO

Fugitivo por su fatal destino.
VIRGILIO

Amanecieron temprano aquel día. El autostop estaba jodido en aquel tiempo horrible. Pero el enemigo se acercaba y era la única forma de escape. Se les paró un señor, gurripato para más señas. Con pintas de mohoso y maloliente. Montaron los tres en el coche, que emprendió una rápida fuga. Fue providencial, pues si hubiese parado minutos después hubiera sido catastrófico. El enemigo tomó el pueblo al rato. Los hubiese pillado y aplastado sin piedad. La mano de Caricato, haciendo la puñeta, con su dedo pulgar rígido, fue la mano de Dios. Esto del autostop salva vidas. Ya había pasado todo y huían no se sabe a donde. Nunca se vio la providencial mano de Dios mediar en un momento de peligro tan bien como lo hizo en este caso. Se portó. Desde aquel día se cree más en la mano de Dios. Aunque esté representada en la de Caricato. El cariño es el mismo. No importa que estuviera haciendo la puñeta y con el dedo pulgar enhiesto. Una higa de la suerte.

Caricato sólo cogió dos libras de chocolate y algunos pedazos de pan, un afilalápices y algún lapicero, un cortauñas y media botella de naranjada con burbujas. Saxolfeo tocó una linda melodía con su acordeón para celebrar la providencial, inusitada, oportuna intervención de Dios en su huida. Los demás tararearon mentalmente, en cascada psíquica musical, la cancioncilla. Todo no era más que argucia para simular la terrible atribulación que acongojaba sus almas. Otra vez a danzar de acá para allá huyendo del enemigo. Otra vez a vivir al día. Guerra, aventura, peripecias inconfesables. Aquello sería como jugar al truque, ese inevitable juego infantil que consiste en volver a empezar. Iniciático truque. Peligros innumerables, en manera alguna peripatéticos y menos aún periándricos. La más terrible de todas. Ser fugitivo. O creerse fugitivo para corretear ciudades, pueblos, campos, aldeas, cortijos, mentes, cuerpos, árboles, grutas, chominos, casas, torres, castillos, libros, historias e incluso los caminos de Dios, ese Dios siempre dispuesto a ayudar, al buen Dios, gracias, como diría la Diabla.

El conductor benevolente que se dignó cogerlos, salvándoles de una inmediata y terrible destrucción por parte del enemigo, estaba ebrio. Borracho conducía a una vertiginosa velocidad, centelleante velocidad. Era un buen automóvil. Cuando el conductor se paró, pareció adivinar que iban huyendo, pues ni preguntó a donde se dirigían, ni ellos se dignaron decírselo.

Telesforo, que era peluquero, se había llevado sus tijeras y un peine, una brocha de afeitar y la navaja. Todo ello iba bien guardado en un estuche de plástico con otras cosas que nunca se revelaron a la luz pública. La precipitación no les permitió coger otros utensilios más necesarios para enfrentarse al enemigo. Se iban con lo puesto.

La carretera era recta, pocas curvas, aunque el piso estaba en buen estado. Llevaban recorridos cerca de cien kilómetros desde que les cogió el eficaz piloto de carreras que conducía el bólido. Saxolfeo les había deleitado con su acordeón y casi agotó el repertorio chalanesco de popurrís situacionales, o sea, habíanse acabado las tonadillas que en estos casos precisos suelen entonarse para solaz y beneplácito de los viajeros. Caricato había pedido papel al chófer y éste le regaló un cuadernillo. Apresuradamente y con letra pequeña y apretada anotó en él las peripecias de lo que parecía ser el primer día de campaña. Caricato sería algo así como el cronista del segundo acecho del enemigo. Tenía letra distinta y clara, aunque adolecía de múltiples faltas de ortografía y puntuación. Por eso cuando el cura lo bautizó le puso Caricato. Le regaló un lápiz mágico que nunca usó, aunque lo llevaba siempre colgado al cuello como el apuntador de un teatro. Era primavera, todo verde con flores al lado de la carretera; pero se veía envuelto en una torrencial lluvia gris interior en el alma de ellos bajo la tácita amenaza del enemigo, que seguramente les seguía los pasos. Con ése nunca se sabe y es difícil pronosticar resultados o planear ocasionales escapes. Siempre se dan cuanta que pisa sus pisadas. Todavía no sabían el punto de reunión con todos los miembros. El Mitra y La Cañon habían estado esta vez papando moscas. Confiaban en su recuperación, en caso de no haber sido apresados por el enemigo. Estaban, desorientados, desconcertados, como nacidos a la vida. Se habían caído de un árbol. Caricato se ajustó las gafas y siguió con sus consideraciones metafísicas. La crónica de la huida no intentaba ser, en manera alguna, objetiva, bueno, que no intentaba estar redactada de esa manera pelandusca que llaman, con empacho de búho rastrojero, objetiva.

Un camión se les interpuso en el camino. Se aminoró la velocidad del vehículo pidiendo paso. Una robusta mano apareció, ¿otra vez la ubicua mano de Dios?, como abofeteando el aire o remando, desde la cabina donde se presuponía que iba el camionero. Aceleró deportivamente, ronroneando el motor. Un silvestre pitido agradeció el gesto que fue respondido por un bocinazo que les hizo un revoltijo en las tripas. Tan angustiados estaban. Es que aquello de pensar que sólo por unos breves minutos no habían sido presas del enemigo excitaba sus ánimos. Saxolfeo tocó en aquellos momentos la melodía del Lago de los Cisnes, en versión muy particular e irreconocible, inspirado por el vuelo sobresaltado de algunas gallináceas que picoteaban hierba al lado de la carretera. El ebrio conductor ofreció cigarrillos a los tres para calmar ánimos. Después se enteraron de que también huía del enemigo y que se llamaba Agusa. Era padre de familia. Dos niños y una hijita sordomuda que se llamaba Talita. También les ofreció chicles y algunos tranquilizantes que llevaba. Aceleró el vehículo y subió ágil una pronunciada pendiente de la carretera. En la bajada sintieron todos un repentino cosquilleo en el bajo vientre, esa presión en las sienes que se nota al bajar. Bajar a alta velocidad una cuesta. Les alegró el ánimo ligeramente y disipó sus dudas. Caricato, Saxolfeo y Telesforo no tenían noticias de un tal Agusa que también estaba conminado a huir.

La verdad es que hacía bastante tiempo que gozaban de tranquilidad. No habían recibido la noticia de que un nuevo miembro, Agusa, estaba en el grupo. Es que El Mitra y La Cañon eran unos irresponsables o estaban todo el tiempo haciendo porquerías. Sí, sería eso. Mejor no pensar otra cosa. Si se ponen a pensar que habían sido apresados, torturados cruelmente como sólo el enemigo solía hacerlo y quizás asesinados inmisericordemente, era peor. Mejor suponerse que habían abandonado negligentemente sus tareas informativas. El acordeón emitía un sonido semejante a la música de Vivaldi llamada primaveral. A todos se les ocurrió pensar en el Entierro del Conde de Orgaz, del Greco. Pero ese embeleso se sobresaltó de nuevo y buscaron mentalmente algún entretenimiento más lógico. Charlar como amigos o jugar al ajedrez. Pero no podían. Se les agolpaba la tensión en el meollo de sus cerebros. Las curvas se intensificaban a derecha e izquierda y el peligro de precipitarse por las laderas de la carretera crecía. Redujo velocidad y recordó a su mujer. No sería molestada por el enemigo. Además había perdido todos sus encantos. No había cuidado. Lo que temía era por su colección de sellos. No, no era un inmoral, ni pretendía hacer un chiste. Ni un cínico. Cuidado. Un frenazo hendió el aire con un chasquido como de látigo. Todos se crisparon. Caricato pensó en lo terrible que sería que todo el territorio estuviese ocupado por el enemigo. No era probable. Siempre avanzaba desde el sur, y ellos venían de allá, donde lo habían visto. No era tampoco posible que les hubiese adelantado a pesar de contar con material más rápido. Al borde de la carretera vieron a un chaval con mochila que les hizo amagos para que pararan. No lo hicieron y vieron las gesticulaciones del muchacho diciéndoles incluso blasfemias que nunca oyeron. Se sintieron más cohibidos. Pero no era posible que aquel mozo huyera. En ese caso le hubiesen hecho un hueco. Aunque perdieran velocidad y comodidad. Todo sea por el bien de la causa. Para alegrar a los fugitivos Saxolfeo tocó primorosamente un vals. A todos obnubiló con su preciosa melodía. Luego un tango, aquel que dice: Adiós muchachos, compañeros de mi vida,... Saxolfeo era un ilustre músico que huía del enemigo sin saber a ciencia cierta por qué lo hacía. Había llegado, a través del esfuerzo y de la técnica, a ser uno de los mejores tocadores de acordeón del mundo. Estudió en un Real Conservatorio y era admirado y querido. A lo menos eso creía hasta que apareció el enemigo. El coche zumbaba a más de cien por hora. Contaban chistes y a Saxolfeo se le ocurrió tocar una fuga. Caricato terminó sus anotaciones, en el cuaderno, por el momento. Llegada la noche haría examen de conciencia. La noche parece prometer siempre tranquilidad y paz, propiciar a la meditación y al análisis detenido. Pero hay un cántico espiritual que dice:
La noche, el caos, el terror,
cuanto a las sombras pertenece
siente que el alba de oro crece
y está más próximo el Señor.
Caricato prefirió no hacer caso a esta cantinela frailuna que gorjean en laudes los habitantes monacales. Miles de aventuras les esperaban. Acción, hambre, penurias, cambalacheos entre bastidores. Pero lo más peligroso es que en todo aquello se jugaban la cabeza, la mente, la cordura, el tipo o varios miles de cantidades de dinero. Era terrible, y Telesforo sacó un caramelo de fresa de su estuche de plástico. Esto le recordó a su primer amor de juventud, que nunca se olvida. Entre los aventureros también se dan los amoríos fugaces. Aquellos de estar con ella y tener que huir por la ventana en ropas menores porque el enemigo quiere descerrajar las puertas. Huir campo a través, hacer autostop para acabar no se sabe en qué sitio. El enemigo era cruel. El acordeón calló y el conductor puso la radio en funcionamiento. Transmitió noticias falsas y sin interés. El enemigo avanzaba hacia el norte; pero no dio datos de la situación aproximada. El automóvil se vio acelerado. Había destruido varias ciudades. No se precisó cuales. El desconcierto se intensificó. Aunque un cierto alivio les corrió por la médula espinal, enterneciendo su rígido ánimo. Después de una breve pausa musical, una melodiosa voz femenina volvió a hablar del enemigo. Esta vez diciendo que tenía tomado casi todo el territorio. Obvio parecía pensar que la alternativa que se fraguaba era la guerrilla. El adversario estaba en todas partes. Pero ellos huían velozmente. La esperanza no se pierde. Podría ser una argucia de la emisora tomada, para equivocar, despistar y aterrorizar a los que huían. Pudiera ser que ni siquiera hubiese ocupado una cuarta parte del territorio. De seguro que era una hábil maniobra mentirosa de esa locutora de voz de ratita simpática. Pero ellos no picarían. Se crecieron en su interior y decidieron no morder el anzuelo. Sería un error. No lo harían. Sería un yerro propio de novatos, de palurdos. Saxolfeo tocó en el acordeón una alegre música de circo, callando la voz de la grácil locutora que informaba acerca de los resultados de la jornada futbolística. Con más motivo para pensar que mentía. A él, al enemigo, no le gustaba el fútbol. Mandaron callar a Saxolfeo y cambiaron a una frecuencia modulada en la radio, que ofrecía música de continuo.
Muchachos, conviene, en caso de ser cierto lo que dice la radio, vigilar atentamente por si vemos indicios del enemigo dijo Caricato, volviendo de nuevo a anotar en el cuaderno sus observaciones. Su voz había sonado hueca y como sin vida, llena de miedos.

A lo lejos vieron las primeras casas de un pueblo grande. Era ya la una y media de la tarde y con las precipitaciones no habían comido. El hambre recordada les hizo olvidar, momentáneamente, sus miedos. Miraron y remiraron para ver si veían indicios del contrario en el pueblo; pero estos no aparecían. Se pararon junto a un bar de la ruta. Aparcaron el auto de forma que se pudiera poner en fuga sin estorbos, en caso de tener que huir por la inmimente presencia del enemigo.

En la puerta un viejo vendía labores de tabaco y cerillas a los clientes del bar. Compraron por nerviosismo. Le preguntaron si había visto a su rival y el viejo, poniendo cara de circunstancia, con voz como de cachondeo, les dijo que aún no. Pero que vendría. A uno de ellos le entró hipo, no habiendo comido. Penetraron en el establecimiento, que tenía amplios ventanales para ver si venía la acechanza adversa. Saxolfeo echó unas monedas en una máquina tragaperras. Los demás se sentaron a una mesa. Pidieron ocho bocadillos variados, varias jarras de cerveza. Comieron apetitosamente. El local no estaba muy concurrido, pero la asistencia era intachable. Buen servicio. Alguno pidió bicarbonato. Sabido es que la continua preocupación favorece los desajustes estomacales. Alguno también visitó el mingitorio. Luego tomaron café con leche. Se bebieron copas de coñac. Compraron ron, vino fino, champán. Pagaron dando más dinero de la cuenta al dueño del bar para que no hablara y, sigilosamente, subieron al coche, partiendo de nuevo en dirección al norte. Al rato Telesforo recordó el olvido del tabaco encima de la mesa del bar, el mechero y unas monedas. No volvieron a recogerlos.

Parloteaban alegremente. Saxolfeo, cansado y somnoliento por la comida, no volvió a tocar el acordeón, dejándolo arrumbado momentáneamente. Telesforo se lamentaba de sus pérdidas. Caricato disertó un cuarto de hora sobre las propiedades del bicarbonato. El enemigo parecía olvidado. La vida les sonreía en este día, o, al menos, en aquellos momentos. El conductor les ofreció unos cigarrillos ingleses de tabaco rubio. Ahora el día sí parecía sonrientemente primaveral. Vieron de nuevo a una mujer joven que les hacía autostop. No pararon, arremetiendo el corte de manga de la deslenguada autostopista. Mierda de mujeres de coño ancho y mente estrecha, pensó Telesforo. Sacó un espejito de su estuche de plástico y se regodeó de su carita de ángel recién aparecido a Jacob. Era una preciosidad. Nada de narcisismo. Es que uno es peluquero. Pero el enemigo parecía lejos de su conciencia. Parecía haberse ido, vencido por aquellas montañas pegando tiros con una caña, como dicen los chavales en sus juegos.

Abundaban los inmensos carteles publicitarios a ambos lados de la carretera. Ahora se había hecho más ancha y con el piso en mejor estado. El auto volaba literalmente, como con muchas prisas, con demasiadas prisas. Aquello parecía una fugaz ambulancia con crónicos enfermos que son esperados en cualquier hospital. Caricato recordaba que, a pesar de las prisas, no había olvidado a su muñeca hinchable que llevaba junto al chocolate y el pan en su bolsa de plástico. Sin ella se le hacía difícil su existencia, su angustia existencial, aunque jamás había tenido náuseas. Era un modelo importado de Japón de la mejor calidad. Tenía un parche en el dedo gordo del pie derecho. El agujero se lo produjo en un momento de furor. Menos mal que tenía arreglo. El parche se le puso él, sin necesidad de tener que ir a ningún taller de recauchutados. La muñeca hinchable era su delicia nocturna. El enemigo jamás había logrado arrebatársela. ¡Qué lo intentara! ¡Se las vería con él! Sabía que era insustituible. Cuando más disfrutaba con ella era cuando le insuflaba aire, que era cuando le daba vida de su vida. Y en el colegio le dijeron que el anhídrido carbónico y el vapor de agua de la respiración no servían al hombre para vivir y respirar, ¡mentira! Desde luego era mejor que una mujer. Con más sentimientos incluso. El Mitra se la escondió cierta vez y tuvo con él una reyerta, en la que le produjo en la cara una cicatriz de un navajazo. Después se arrepintió.
No vayamos a pensar que son locos. No, no son locos. Ni ladrones o macarras, ni gamberros.

El auto seguía tragando kilómetros tras kilómetros. Llevaba ya mucho tiempo en su huida. Esta era la segunda fuga precipitada que tenían. Sería recordada en la historia.

Caricato gustaba evocar, con tierno cariño, lo que dejaba atrás. Su pueblo, sus gentes. Todo en manos del enemigo. Del cruel, del malvado. Esta vez ni siquiera podría volver. ¡Quién sabe! ¡Oh, atroz vida! La vida es más dura de lo que pretenden creer los cretinos. Es como el cristal, dura y frágil. Pero para ellos, por eso mismo, merece la pena vivirse. Aman la aventura, la peripecia, el recorrido, el juego infantil llamado truque, haciéndolo adulto y agigantando su envergadura. Por eso huían. Pero también para salvar el pellejo y la mente.
¡El enemigo existe! gritó Saxolfeo, dando un trompetazo en los oídos de los otros tres.

El conductor asustado aminoró la velocidad. Se paró en seco. Todos se miraron con miedo, con pánico. A Telesforo le repitió el chorizo; dio un erupto. Todos palidecieron. La presencia del enemigo se olía dentro del automóvil.
Arranca, ¡deprisa, Agusa! ¡Arranca! Caricato se atragantó con estas palabras.

Agusa recordó a sus niños. Aceleró vertiginosamente y unas lágrimas rodaron por sus mejillas. La vida era una fugaz aventurilla donde lo trágico y lo cómico se sonríen mutuamente.
-Nos estamos quedando sin gasolina.
-Ahora viene una gasolinera.
-Sí, ¡allí, allí!
-Allí, ¿qué?
-Llenaremos.

A unos quinientos metros de la gasolinera pararon. No se veía ni rastro de ese ubicuo y prolífico enemigo. Se acercó el coche sigilosamente. Salió el empleado que les llenó el depósito. Alegremente el coche partió de nuevo. Todos parecían, de momento, muy alegres. Saxolfeo se peyó y olía a rayos y truenos. Abrieron todas las ventanillas y el conductor aceleró brevemente. Se abrió una botella de coñac que pasó de mano en mano. Todos se sintieron reconfortados, tranquilos. Un ciclista estuvo a punto de ser atropellado. A lo lejos unos labradores realizaban sus faenas. Caricato tomaba nuevas notas. Telesforo tuvo un furtivo ataque de risa. Recordó que llevaba colonia de la mejor calidad en su estuche de plástico y no la había sacado para aspergiar por el coche y evitar los malos olores provenientes de los intestinos. Alguien tuvo hambre y sacó uno de los bocadillos, comprado para tal efecto, y comenzó a zampárselo tranquilamente. Ahora se cruzaban con bastantes coches que venían no se sabe de donde. Seguro que aquellos no temían al enemigo. Es más, serían sus colaboradores. Habría que tener cuidado. No fiarse de nadie.

Bueno, su mujer no tenía grandes atractivos; pero entre el enemigo había desaprensivos. Recordaba su primer amor, por llamarlo de alguna manera. Fue sexual. Él tenía unos catorce años, ella trece. Pero no le cabía por mucho que lo intentó. Y eso que no la tenía muy grande, al menos eso pensaba. Aquella noche pasada, follando con su mujer, recordó lo de: “Allí enanos azules se follan a las nubes”. No era tan bajo como un enano; pero, a veces, las nubes toman formas caprichosas de mujeres desnudas, aunque todas suelen ser orondas hembras barrocas. Él no las desprecia, al contrario, le gustan. Esas mujeres carnosas, sin proporciones desgarbadas ni de carnes pachuchas, proporcionadas, exuberantes; pero no de la exuberancia de mulatas tropicales, sino de carnes blancas, sonrosadas todas ellas, de pelos sedosos y rubios, trenzados en moños deshilachados con gracejo, que parece que se acaban de levantar del lecho después de una noche ajetreada; pero no perturbada por el macho, sino por el sueño de un voraz macho. Esas mujeres del diez y siete que, aunque tirando ya a maduras, parecen, sin embargo, vírgenes que te esperan en su mullido lecho con unos voraces entresijos que te absuelven, absorviéndote, todo entero. El conductor aceleró apretando su pierna en el acelerador. Un coche había que saberlo montar como a una hembra y como a un caballo.

No podían disimular que su situación era difícil. Se hallaban desconectados de las informaciones de El Mitra y La Cañon. Con inevitables sospechas hacia todas las gentes. No obstante, y a pesar de todo, había que salir del atolladero como hombres valerosos y no abandonarse a la desesperación: Había que buscar el modo de salvarse; y si fuera posible disponerse a morir con valentía. Pero que jamás el enemigo pusiera la mano encima mientras estuvieran vivos. Estaban seguros de que padecerían los peores tormentos y torturas que pudieran imaginar.

Caricato, con su mediana edad, ni joven ni adulto, se regodeaba volviendo a pensar en su hinchable muñeca. Salvadora de todos los naufragios. Proverbial barquilla aún no rota entre peñascos. Tenía estudios universitarios, una vida estable, era bien parecido. Pero el enemigo le perseguía. Seguro que por envidia. Sí, pura y recomiente envidia. Pecado internacional. Miró el reloj y lo maldijo por comer las horas, minutos y segundos. Después miró el espacio casi infinito, a la materia corruptible y titánica. ¿Quién nos librará del tiempo?, ¿quién? Ya no se cree en Zeus.

Saxolfeo cambió de instrumento y un saxo alegró, nostálgico, el interior del coche. Había formado parte de varios grupos musicales. Lo que más le gustaba era tocar jazz. Ese jazz nacido en un barrio de putas de Nueva Orleans y que se refiere al hecho del fornicio, sus juegos y arrebatos. Semejaba al mundo colándose por un filtro, al igual que el café. Era la sensación que mejor se lo definía. Imagínense que todas los casas, los coches, las carreteras serpeantes del mundo, los caminos, las montañas y las mariposas se cuelan por un gigantesco filtro que pende de la mano de Dios, ¡oh, la mano de Dios! Eso le recordaba el jazz. Tocó siempre con el saxo. Aunque cierta vez que fue hombreorquesta interpretó más de diez y siete instrumentos distintos para asombro de la concurrencia. Era en otra época. Ahora estaba ya viejo. Los tiempos no perdonan y ya no se cree en Zeus. Telesforo le puso la mano en la boca del instrumento y él se cagó en su madre; pero no lo dijo. La música era lo mejor que la vida le había dado. Se hacía una barroca voluta cuando interpretaba jazz. Una espiral flotante más entre miles de materias que se suspendían y se iban filtrando, rápidas y armoniosas, por el aspirador para salir por la parte opuesta y seguir flotando para volver a filtrarse y seguir flotando ajenas a la gravedad, con ritmo, para seguir filtrándose...

El chófer ofreció cigarrillos. Anunció una parada para mear y para estirar las patas un poco. Aquello se hacía aburrido. Pararon en lo alto de un puerto por donde avanzaba la carretera. Abajo se veía un amplio valle sin indicios de guerra ni ocupación. A lo lejos, muy al fondo, les pareció divisar un globo, incluso con sus viajeros. Telesforo sacó de su estuche de plástico unos prismáticos y los enfocó. Efectivamente, aquel globo llevaba pasajeros. Era la primera vez que lo veían y les pareció raro y mágico. Pero se iba perdiendo de vista en la inmensa llanura, entre la grisácea y cenicienta lejanía. Se perdió. Caricato arrancó hinojos tiernos que comieron con fruición. El conductor descorchó una botella de champán. Se bebió a la salud de cada uno y hubo momentos de inusitada felicidad. Montaron en el auto y se pusieron de nuevo en marcha, bajando alegremente el puerto. Fue una de las bajadas más cachondas en una larga vida de viajar en automóvil. Verdaderamente embriagador, embriagador. Los pinos se escalonaban en la pendiente hasta el valle. Era un primor. Lo más primoroso que hallamos visto. Todavía más. Los pájaros de todas las especies, de alguna especie, se nos cruzaban aquí y allá. Era un auténtico placer. Aquella bajada fue un verdadero orgasmo. El coche se portaba bien, muy bien. Como nunca. Todos se divirtieron mucho. Al bajar ya a la llanura abrieron una botella de champán para celebrarlo. Se bebió a la salud de todos. En la bajada, ya en el llano, vieron a una pareja de motoristas del servicio de trafico ordenado y decidieron guardar las formas. No aparentar ni que estaban borrachos y mucho menos que huían del enemigo. Aquello hubiese sido su perdición. Así que al verlos desde lejos cada uno adoptó una postura de persona consecuente y digna, bastante acorde con la normalidad. Caricato sacó chocolate que repartió entre todos, pues era hora de la merienda. Decentemente pasaron ante los guardias comiendo pan con chocolate, Todo parecía normal. A los del trafico ordenado les molestó el mal gusto, la vulgaridad sorprendente, que ni siquiera mascullaron nada. ¿Por qué habría que hacerlo? Era lo mandado.

La llanura se les ofrecía con sus casitas desperdigadas acá y allá, por aquí y por allí. Como un encanto de maqueta campestre. Una maravilla. Seguramente en ella harían noche. Apartados en cualquier lado del camino. Como en la primera huida precipitada. De aquella otra huida salieron bien; pues tras dos años de persecución férrea el enemigo se dispersó, disipándose luego. Pero ahora volvía rehecho, fuerte y firme. Unificado, engrandecido, campando con entera libertad detrás de ellos. Esta vez, de seguro, les daba alcance. Mejor no acordarse de todo ese cuento, de toda esa fea historia que acechaba a sus espaldas, que no les daba respiro. El adversario, el terrible contrincante de todos. Caricato se revolvió en su asiento mirando acá y allá. Preguntó por el globo que vieron desde la cima, que se había alejado sin ser advertido.

Entre unas cosas y otras llegó la noche. Los faros del automóvil se encendieron y el tráfico en la carretera se hizo menor, disminuyendo bastante los camiones y autos que se cruzaban. Abundaron los ciclistas con boina y los ciclomotores zumbantes y con azadones en las alforjas. Pero se apaciguaron mucho los ánimos, pues el enemigo de noche no atacaba y es un tanto que salían ganando.

El conductor era calvo. Lo mostró al quitarse la gorra de pana negra que llevaba, lo que le daba un aire entre chulo de putas y piobarojiano, por la barba, el bigote y los ojos ojerosos que tenía. Más bien era un alcohólico. Ya estarían bastante lejos del pueblo. El enemigo quedaba muy detrás. O debería quedarse muy atrasado. El Mitra y La Cañon seguían sin dar señales de vida. Esa maldita inválida de La Cañon. Con su silla de ruedas verdes. Seguro que había pactado con el enemigo la destrucción de todos los miembros. Seguro. Era una terrible arpía. ¡Cuánta desconfianza, Dios! ¡Cuántos presentimientos infundados! ¡Maldita coja! ¿Y El Mitra? seguro que había muerto envenenado por La Cañon. Porque de El Mitra era imposible esperar el desamparo y la defección. Era un fiel como hay pocos. Si hubiese habido traición sería necesario nombrar un jefe. Pues desde luego era la mayor estupidez que no tuviesen un jefe, ni incluso un ruin secretario. Aunque se hablaba entre ellos de que existía una organización paralela que era la que realmente los movía. Pero nunca se preocuparon por descubrirla. Además, ¿para qué? ¡Y qué angustia, madre! ¡Qué miedos! ¡Qué fobias! Sería mejor actuar. Sí, mejor. Mejor olvidar. Ser prácticos.

Socráticamente prácticos. Pero, ¿para qué suicidarse? Todavía no sabían si en enemigo quería verdaderamente sus muertes. Era una presunción apresurada. Será un error quitarse la vida antes de cerciorarse si realmente quería matarlos. Desde luego, de saberlo seguro, tendrán al menos, la posibilidad de elegir la muerte. De que forma y manera morirían., o querían morir. Todavía recuerdan, con dejes de angustias y remordimientos, la broma macabra que gastaron a Lolino do Santos Galván, al que llamaban Tete, el día de los Santos Inocentes. Ese mismo día, Lolino recibió una llamada telefónica anónima donde se le decía que el enemigo ocupaba todo el territorio. Para tal ocupación había desplegado una gran actividad la noche anterior para celebrar la fiesta de Navidad. Pedía su muerte y lo emplazaba para entregarse en tres días. De lo contrario sería prendido y pasado por las armas, sin compasión. Lolino vagabundeó tres días, con insomnio nocturno, por todo el pueblo. Antes de empezar el nuevo año, y como para llevar la contraria a Cristo, Lolino apareció colgado de una encina. Todos se arrepintieron de la broma y tomaron aquello como una terrible premonición que se cernía damoclinianamente. De nada sirvieron las ofrendas a Lolino do Santos Galván, de nada. Su sangre se esparciría sobre las cabezas y pies de todos los culpables. El enemigo reiría en las tinieblas. Serían prudentes, pues merodearía rugiente como león buscando a quien devorar, era mejor estar firme en la fe de la vida. Caricato se entretenía en cortarse las uñas, mientras los otros discutían sobre la forma de pasar la noche. El conductor había guardado en el maletero del auto, prudentemente, cuatro sacos de dormir que podían dar el apaño. Se apartarían a un lado de la carretera, tenderían dos mantas sobre la hierba y se acostarían en los sacos. Era lo más conveniente. Estaban muy cansados. Sobre todo el conductor. Se había tomado dos tabletas de cafeína, para mantenerse despierto, equivalentes a veinte tazas de café bien cargado. Pararon en un lugar que parecía adecuado. Con los faros del coche alumbraron buscando el sitio ideal. Se adentraron por un camino y pararon donde la hierba era más mullida. Se detuvo el motor del coche y bajaron. Ayudados por la luz de una linterna extendieron las dos mantas, después de ver la idoneidad del terreno para acostarse. Tendieron los sacos y cada uno se introdujo en el suyo sin apenas desvestirse. Caricato se hizo con la linterna y en el cuaderno revisó la jornada que no ofrecía nada particular. Anotó algo más, poco más. Apenas algunas observaciones sobre el tiempo, el estado físico del personal, sus ánimos, inquietudes y aspiraciones. Aquello no parecía muy útil en tales circunstancias; pero todo ayudaba. El conductor repartió una manzana para cada uno y, después de comérselas, todos parecían dormir. Un aparente sueño apacible les inundó como por encanto. Realmente nadie dormía. No era noche de sueño. Era una larga noche triste metidos en sacos de dormir. La más feroz noche oscura del alma. Ninguno quería soñar con el enemigo. No era noche de retirada a ningún sitio, ni aun al maravilloso, obnubilante reino de los sueños. Saxolfeo se metió en el oído el pequeño auricular de su transistor, conectando una emisora donde casi toda la noche ponían jazz. Música, eso era toda su vida. Incluso su sueño. No se dormiría. La noche más larga del mundo. ¿Cómo no oír todos lo ruidos noctámbulos del campo? Grillos, cucarachas, chicharras, moscardones, búhos, otros ruidos corrientes de tales sitios en tales épocas.

Telesforo puso su pensamiento en su niñez. Pero se aburrió y decidió pensar en otra cosa. Oyó a su lado que insuflaban no se sabe qué. Eran soplidos acompasados, como de alguien que infla un flotador. Como el que insufla aire con cariño, con aprecio, con amor. No un náufrago hinchando su balsa, sino como un angustioso desesperado inflando su nocturna salvación. La noctámbula salvación. Caricato dio un gemido de bienestar y beneplácito. El insuflador dejó de expeler aire amoroso de sus pulmones. Se oyeron furtivos besos, apasionados, besitos dados uno a uno con suave efusión. ¡Qué delicados! El oído se había vuelto vista viendo una interesante película. ¿Será una aguerrida pastora de estos campos? ¿Será una furtiva doncella que Caricato, ladinamente, escondió en una de las paradas, en un recóndito lugar del auto? Telesforo temía volverse. Pero no deseaba otra cosa en aquellos momentos. Un sobeo audible le llegó ampliado a sus tímpanos. Quejidos amorosos de Caricato. No oía a la otra, a la presunta aguerrida campesina o a la escondida doncella. Pensó entonces que el amor hace olvidar todas las penurias, todos los sinsabores, todos los males. No quería volverse. No pretendía interrumpir. Hubiese sido de mal gusto. De muy mal gusto. De pésimo gusto. No sería educado. Así que permaneció como estaba, aunque se hallaba a disgusto. Pretendió olvidar todo. Quizás eran alucinaciones. No era posible. No podía ser. Algo inaudito. ¡Vaya que sí! El peleón día pasado, los miedos, la continua amenaza, habían hecho sus efectos. Alucinaciones sin cuento parecían burlarse de él. Del pobre peluquero Telesforo. Se aferró con cariño a su estuche de plástico. Lo abrió y sacó unos comprimidos de sustancias relajantes y tranquilizantes y se tomó dos. También se hizo con un buen trozo de algodón y se tapó los oídos. Sería lo mejor. Porque ahora se oían chupetones. ¿Y si Caricato y algunos de los otros fuesen maricas? ¿Incluso los tres? Pues que hasta ahora no lo sabría. Lo cierto es que le parecía imposible. ¡Qué no! Un codazo lo hizo ponerse a más distancia de Caricato; pero continuó sin volver la cara. Era cuestión de educación. No había nada que temer. Quizás alucinaciones. No era cuestión de divagar. Los héroes no divagan. Los héroes, cuando es de noche, duermen. De día luchan con el enemigo, si sus fuerzas lo permiten, si no, se baten en honrosa retirada. Lo malo de ello es que a veces de noche se ha de continuar luchando con el enemigo a pesar de todos los pesares. Y esto es evitable mediante somníferos, o bien se tocan las maracas. Pero con las maracas interrumpiría el merecido descanso de los compañeros. Optó por el mejor de los caminos. También era cuestión de hacer caso omiso a la alucinación en ataque. No inmutarse, incluso reír. Pero ya tomó las píldoras. Se durmió acariciando el plástico de su cajita mágica. No lograba concentrarse en el sueño, ni el se durmió consiguió el objetivo. Estaba desvelado. Los narcóticos no surtían su deseado, apetecible efecto. Sólo quedaba la alternativa de no hacer caso a la alucinación. Pero, ¿quizás fuese una alucinación que no pudiese dormir? Posiblemente; pero no era el momento adecuado de consultarlo. Además, ¿a quién? Todos parecían roncar. Él no los escuchaba, se los imaginaba. Su imaginación era de una realidad rayana en lo rastrero, en lo obvio, en lo posible. Los héroes son quienes comprueban en su carne la auténtica dureza de la vida. Esa fácil frase que asegura que la vida es dura no la expresa. Para quien lo sabe es inexpresable y mejor no pensar en ello. Sí, mejor callar prudentemente, como corresponde a los héroes. Pero por esta acción no le darían medallas, ni le rendirían honores, ni cantarían los vates en su honor poemas para enardecer a la varonil juventud. Esa juventud desquiciada y desquiciante que pulula por el globo. Esa eterna juventud. Debe ser terrible ser eternamente joven y que la luna te visite cada noche en tu lecho. ¡Vaya un latazo! Si Dios diera esa gracia es mejor maldecirle. Pero los héroes no piensan en esas groserías por parte de cualquier dios. Los héroes son ellos dioses y no procede hablar de dioses. Es una incongruencia pensar un héroe en un dios. Los dioses no piensan en los héroes y Telesforo alucina. ¿Y el demonio? Nunca creyó en él. Pero ya era hora de que le tuviera fe. A estas alturas estaba lo suficientemente preparado. Sí, era mejor considerarlo. Oyó, aun a pesar de los tapones de algodón en los oídos, un salvaje rugido de placer. Pudo mirar esta vez; pero se mordió la lengua. Se encomendó al diablo y prefirió pensar en Felisa. Pero no procedía pensar en Felisa, era un desatino. Un craso error. Un yerro, evitable a todas luces. Ojos que no ven, corazón que no siente. Era lo mejor. Seguro que era lo mejor. Pero aquello lo tenía excitado y se había metido en aquel saco para dormir. Además era terriblemente lógico. Todo ello le cortocircuitaba sus entresijos racionales. No lo podía aguantar. Lo mejor es usar la razón. Pero ésta no podía responder a qué se ha de hacer en estos casos. ¡Qué martirio! Todo sea por el bien de la causa. Ese mentecato, ese gilipollas de Saxolfeo escuchando su radio era feliz, muy feliz. Seguro que veía filtrarse la alucinación por la criba y volver a salir multiplicada, al son de la trompeta y el piano. El contrabajo marcaría el ritmo de felicidad a que lo alucinado se filtraba. ¡Vaya idiotez! El tonto de Saxolfeo, del que todos se burlaban, era feliz. Seguro que el enemigo le subestimaba, incluso lo odiaba para la lucha. A él lo respetaría. Telesforo es un héroe, un ínclito héroe. Digno, oportuno, aguerrido. Saxolfeo era un trompetero mayor de una majestad cualquiera. De cualquier sitio. Él tenía una cajita mágica, Saxolfeo no. Se dio cuenta que odiaba a Saxolfeo, lo odiaba. ¡Cómo lo odiaba! Pensó en Felisa. Sus ojos, su boca, su culo, sus nalgas... Era una auténtica delicia. A su espalda Caricato seguía trajinándose no se sabe a quien. Prefería no mirar. Además era una alucinación. Seguro que sí. Lo mejor era no hacer caso, se repetía una y cien veces. Contó pelos, ovejas, enemigos, acordes de música; pero no se dormía o le parecía ser un visionario. Mejor era callar. No merece la pena seguir hablando. Se dio cuenta que no hablaba. Su aparato lógico se venía por los suelos, como torre herida por el rayo, al llegar la noche, por eso de la caída del sol, la depresión subsiguiente, siquiatra dixit, y todo lo demás. La noche, el caos, el terror. Era preferible pensar en las marionetas o en un buen partido de fútbol, con quiniela acertada. Lo mejor. Los héroes como él no tenían cabida en un terrible mundo como el actual, en el que no se permite la discrepancia, todos han de pensar igual, pensamiento clónico y único. Un mundo lleno de antihéroes, lleno de aire superfluo. Pretenden llamarse héroes cotidianos. Burda mentira, mentira vil que pretende creerse por todas partes. ¡Mierdosos de la leche! Nosotros sí somos esforzados héroes. Nuestra horoicidad supera en mucho a la de los pasados hombres y los del porvenir. Somos la flor y nata de la grey heroica. Nos cantarán en épicas composiciones. Nuestra vida inspirará a todos los artistas, músicos, pintores, poetas, escultores e incluso arquitectos, y también modistos. Las hazañas que realizamos irán de boca en boca, de bolsillo en bolsillo. El enemigo rabiará. ¿Que os creisteis, mediocres de mierda? Hoy no tenéis alternativa, el suicidio crece, el enemigo os asedia, os envuelve en papel de aluminio para conservar vuestra hedionda chapucería de la vida. Os embalsama en plásticos y venenos. Nosotros tenemos las agallas de huir del enemigo, del más fiero adversario que nos acogota. Sumisos os entregáis a él, incluso abomináis de vuestro idioma, que es vuestro ser más profundo, avergonzados, y habláis un idioma de idiotas, racista, amorfo, sin ser y con mucho tener, semejante a comer patatas cocidas sin adobo.

Saxolfeo se vio sorprendido en su audición musical por la grave noticia de que el enemigo tenía copado el camino. Esta vez no parecía ser una triquiñuela de la radio. Era cierto. Sólo había tomado las grandes ciudades y los pueblos importantes. Podían encontrar momentáneo refugio en los lugares de poca importancia en el mapa. Se le ocurrió decírselo a los demás. Pensó un momento y optó por callarse. Nuevamente la música continuaba. A su pesar se quitó el auricular; pero no se dormía. Un sueño profundo parecía chorrearle por todo el cuerpo, sin penetrar en su conciencia. Así estuvo hasta perder la noción del tiempo y del espacio.

La noche refrescó un poco, aunque fue agradable. El conductor pensaba en su mujer. No había cuidado. Era cuestión de no recordarla. Sí, sería mejor. Mucho mejor. Hacía poco menos de un mes que una carta firmada por un tal El Mitra había llegado por camino ajeno al oficial. En ella le avisaban de la amenaza que sufría. El enemigo no era precisado. Se le nombra de una forma amplia y general. Desde luego era la mejor forma. Aquello lo acongojó, acojonándolo. Por eso tenía todo dispuesto para huir, con los demás, al punto de confluencia, que todavía no sabían, donde se harían fuertes ante el enemigo. En ésa estaban. Caminando a encontrarse con los otros miembros huidizos. Parecía tener ya cierta pericia en el arte de la fuga, no precisamente musical; pero aún era un novato en los cavernosos interiores de su alma. Era una niño que corría del coco. Un coco que corría del enemigo, feroz lobo. Un caperucito de todos los colores del arcoiris.

Caricato mordía suavemente los frígidos y yertos labios. Un profundo beso le erizó los pelos, erotizándole el cuerpo. Se lo estaba pasando como nunca. ¡Cómo se lo pasaba! Habría que imaginárselo. Ello conllevaría un alto grado de especulación.

Caricato odiaba a los anglosajones por ser una raza maldita y condenada al racismo, al crimen y a toda barbarie. Él también era racista. Odiaba a casi todo lo existente del norte para arriba. Estaba loco. Rematadamente loco, preso de la locura. Era terrible su pensamiento en los tiempos que corren. ¡Vaya manía! Él admiraba las flores, el día que nació o los plásticos suaves. Esos suavísimos plásticos policromos, preciosos. Una visión le hizo abandonar el lecho muy a su pesar. Dejó la muñeca hinchable y se levantó como para mear. Pero el ángel le incitó a la pelea. Sin defensa de ningún tipo. Fue una lucha terrible, cruel, sin piedad. El ángel huyó al amanecer; pero él se quedó cojo. Jacobianamente rengo. ¿Quién o qué era ese ángel? ¿Cómo transcurrió la reyerta? Eso nunca lo sabremos. Tal vez a su debido tiempo. Tempore oportuno.

Celebraron la salida del sol con largos tragos de vino de Oporto, como merecía empezar cada jornada del mundo en todo tiempo y lugar. El conductor lo reservó expresamente para la ocasión. Luego, al darse cuenta de que estaban en medio de árboles frutales, en mitad de una plantación, comieron albaricoques, manzanas y peras, recogiendo dos grandes bolsas de plástico llenas de frutos, que metieron en el coche para comer en el camino. Saxolfeo desgajó un árbol, sosteniendo una fiera batalla con los pájaros, dejando en el campo de la contienda, despanzurradas, algo así como más de un millar, entre ellos varios buitres, tres águilas, veinte cernícalos y un número grande de distintas familias, especies y variedades. Las aves son idiotas, no saben, definitivamente. Acto seguido se desayunó tres gallinas, sacaron el coche del camino, tomaron de nuevo la bien pavimentada carretera y, sorteando charcos de sangre de los plumíferos, emprendieron nuevamente la fuga, atenazados por la proximidad del enemigo, que quizás aprovechando la noche habría avanzado, hasta situarse a pocos kilómetros de donde habían acampado. El conductor conectó la radio, que ofreció música alegre y matutina. Un tedio desconfiado invadió los valles de sus mentes. ¡Cómo les dolía la vida! Huyendo nuevamente como alma en poder de Lucifer. Seguían sin saber noticias de El Mitra y de La Cañon, esa arpía inválida. Sería cuestión de paciencia. Tampoco contactaban con Golimbrón, ni con Afanasol, ese chiflado ensoberbecido, ni con Baruch, tampoco con Zarrampla, la solución hecha fuerza. Pero la cuestión era saber cómo comunicarse con ellos. Lo demás era pan comido. No se les ocurría nada. Otra vez pararon en una gasolinera para llenar el depósito de combustible, previa vigilancia de que no estuviera tomada por el voraz acecho. Antes, Telesforo descalabró un cazador. Rápidamente con una sierra recortó los cañones de la escopeta. Se la metió al empleado entre ceja y ceja, sin disparar, y se ahorraron pagar la gasolina. Escaparon veloces por una carretera deslizable en grado sumo. Se rieron como locos. Todos callaron. Algo se interponía en el camino. De la pendiente que subía, en el lado derecho de la carretera, se había caído un gran tronco de árbol, que obstaculizaba la ruta. Telesforo sacó una segur de su estuche de plástico y descuartizó en media hora el tronco de pino. Partiendo, nuevamente, acelerando, para recuperar el tiempo, precioso tiempo, perdido inmisericordemente. Qué cochino era el tipo, ese Caricato cojo. Con su muñeca hinchable pasó toda la noche y él pensando que eran maricas. Telesforo se recortaba las uñas de los pies como podía, pues ya llegaban a molestarle. No sería capaz de hacer aquéllo. Joder con una muñeca de plástico era una asquerosidad. ¡Vaya gusto que tiene la gente! Él era un hombre de principios. Aunque no tuviese carácter de personaje bien delimitado, como casi todos querían aparentar con pelagateril teatrería. Y, señores, nadie tiene carácter, ni personalidad, ni característica de personaje en este mundo. Todo es pura ficción, pura pantomima, puro retortijón de risa y de dolor. Todo es mentira en el mundo actual, Estamos abocados a ser máquinas o rebaños. Una tercera vía parecía entreverse: la fugas de Bach, Juan Sebastián. Tantatatan, tantatatan, tantatatan, tirurí, tirurí, rurí, rurí, tantan... Todo lo que antaño era profundo había nacido de la desesperación y de la duda, dadá, dudú. La humanidad galopa, como un rebaño de ovejas, hacia la felicidad de la ignorancia. En nuestro país todo es mentira. No hay que escribir acerca de los hechos totalmente corrientes, se recomendaba. Caricato, pensativo, anotando en su cuadernillo la peripecia diaria. Lo esencial de la vida discurre en la locura, en la perversión inaudita, invicta, impalpable, inodora e insabora, cuya frontera es caos primitivo, en donde se realiza la creación del mundo proveniente del todo, para ir a la nada y reciclarse, para ir hacia el todo en un impreciso proceso consustancial con el éter. Caricato pensó, mohíno y difuso, en su hermano mayor. Basta de ese piojoso conocimiento de la vida, lo dejo a los que carecen de talento y espían la mediocridad sin aventura ni aliciente, sin sangre, y la reproducen con fruición. Todo ello porque Caricato había esquilmado la vida. Saxolfeo ritmaba dorremifasoles con la mano, meneando la cabeza con delicia subrepticia, pero adivinable.

Aquellos héroes estaban llamados a redimir, como corresponde a mesías, al mundo. Telesforo pensaba que un maldito onanista que adoraba los entresijos de una muñeca de plástico no podía ser un héroe. De ninguna de las maneras. Era una auténtica grosería. !Ni que estuviésemos en la detestable Grecia clásica! No estaba seguro; pero tenía sus barruntos. Un puritano consecuente como él tenía que ser fiel con su horoicidad. Muchos son los ladrados; pero pocos los que huyen y no hacen caso a los perros y les temen. Los más se atienen a eso de perro ladrador... ¡Tu puñetera! Ya estaban a muchos kilómetros del pueblo. A más de quinientos. Bueno, quizás no tantos; pero así andaría la cosa. Se acercaban a una ciudad, gran ciudad. Retrecheramente, aminoró la velocidad del auto. No había ni rastro del enemigo. Avanzó sin mucho miedo. La carretera se intrincaba por la población. Se adentraron en ella. Multitud de antenas de televisión en los tejados, en las azoteas de los bloques de pisos, en ventanas, en balcones. Caricato sacó el lápiz mágico y se rascó la cabeza. Todas las barras metálicas de las antenas televisivas se desprendieron, cayendo con gran ruido a las calles. Ellos aceleraron el auto espantados ante un ataque por sorpresa del enemigo, que nunca solía hacerlo de manera tan estrepitosa. Las gentes que paseaban por las calles huían espantadas, los automóviles indecisos, la guardia municipal se acojonó ante un imprevisto ataque de tribus, improbablemente extranjeras, se llamó a los bomberos, que se limitaron a mirar. Especulóse mucho acerca de esta lluvia de barras metálicas de aluminio y los posibles campos magnéticos de las antenas de televisión, con otros elementos y motores de la tecnología al uso. Como por artes mecánicas, las barras de aluminio se enroscaron, echando a rodar todas tras el vehículo del conductor Agusa. Formaban un estridente y curioso ruido que asustó a los perros y erizó el lomo de los gatos. Toda la gente quedó admirada de la tecnología y de sus adelantos, de su bienhechor progreso y juraron por una tranquilidad sin nombre. Porque, ya se sabe, más vale maña que ciencia. Caricato se espantó, maldiciendo. Se guardó el lápiz en el bolsillo. ¡Qué grandes cosas realiza la ciencia! Saxolfeo se soliviantó ante la avalancha estrepitosa de aros metálicos que rodeaban materialmente el automóvil. El chófer observó que las arandelas seguían puntualmente a la misma velocidad que iba el vehículo. Era maravilloso. Algo nunca visto. La novena y décima maravillas del mundo y de los mundos, la primera. ¡Cómo se progresaba! Telesforo sacó amenazante sus tijeras y el peine del estuche de plástico, temiendo alguna nueva treta del enemigo. Pero luego pensó, pensó... Dio un brinco eufórico. Su cerebro era un hábil relámpago. Aquellos aros parecían cortejar al coche. Los aprovecharían para beneficio propio. El canto de una lejana sirena policíaca les conminó a parar. Lo hicieron y un simpático agente les impuso una breve sanción por exceso de velocidad en el casco urbano. Los aros tendidos en el suelo ordenadamente, largas y venturosas, enroscadas filas, parecían esperar órdenes. El auto arrancó nuevamente, raudo, volátil, alegre. Los aros emprendieron una persecución desesperada. Caricato temía su presencia. ¿Cómo deshacerse de ellos? Eran molestos, inquietantes, comitrágicos. ¡Vaya jilipollez! ¡A quién sino a ellos les ocurre aquello! No acertaban una a derechas, y menos a izquierdas. En la carretera de salida, inmensas farolas reverentes bordeaban ambos lados. El conductor paró el coche. Quedaron quedos todos los aros. Se fueron a comer a un cercano restaurante, dejando el auto dispuesto para la huida, con toda la larga fila de aros. Luego, acabado al fugaz refrigerio, cada uno intentó coger la mayor cantidad de aros posible. Telesforo y Saxolfeo, que eran buenos tiradores, iban encajando, cada uno, por las farolas; hasta que quedaban enroscados en ellas. De esta manera estuvieron cuarenta horas enroscando aros en los soportes luminosos y troncales, hasta que quedó el último, que no hay cuerpo que lo resista. Menos mal que la ciudad era pequeña y había pocas televisiones. A continuación, señoras y señores, emprendieron una feroz fuga, dejando a loas arandelas con un llanto inconsolable, girando en torno a las farolas que ya encendían sus luces. ¿Campos magnéticos? Para celebrar este nuevo trabajo hercúleo se descorcharon otra botella de champán, que bebieron copiosamente. Telesforo estaba contento de sí mismo y de los demás. Desde luego por aquella faena el enemigo los odiaría con mucha más dureza. Más ardor maldecido rechinaría en sus dientes. Los cuatro temieron que les persiguieran algunos habitantes de la ciudad; pero no veían vehículo ninguno. Caricato hizo observar la ocasión perdida de formar un aguerrido ejército de aros, para esperar a pie firme. Pero fue negado por los demás. Era fabuloso, y que, desde luego, no conduciría a la victoria; pero tampoco a la fuga precipitada, pues el enemigo era rápido como una centella, voraz como un lobo y raudo como un rayo. Había que tener suma precaución y todas las medidas eran pocas. Mucho cuidado. La precaución era la argucia del héroe contemporáneo, la discreción cautelar. La atención, segundo a segundo, era la forma de sobrevivir en esta alocada vida que os viven. La reflexión cuidadosa y nada estrafalaria. El reparo, la cautela, la reconcentración. De lo contrario todos perecerían.

El automóvil derrapó ligeramente en una culpable curva. Había que tener cuidado, se pensó el conductor. ¡Oh, Mercurio, dios de los caminantes huidizos! ¡Cuántas penalidades sin cuentos hemos de padecer los héroes! Telesforo estaba aburrido de tanto y tanto huir. El enemigo no aparecía. Quería verlo, aun a pesar de que moriría al hacerlo. Y no es que fuese un basilisco. No, en manera alguna lo era. ¡Cómo se le ocurriría pensar en eso! Era algo improbable. No suele ser un basilisco. Desde luego tiene cierto parecido, aunque difiere en muchísimas más cosas. Pero un intrépido héroe no ha de temer nada ni a nadie. El enemigo sólo merece desprecios. Pero unos larvados desprecios, unos ocultos vituperios, allá por las intrincadas montañas de la conciencia, se piensa Telesforo. Aventureros a la fuerza irán huyendo por la gran parte del mundo conocido. La huida puede hacer pensar que quienes la realizan son tímidos, encogidos, apocados, cuitados, mandrias, vergonzosos, cortos, retraídos, pusilánimes, timoratos, pacatos o asustadizos. No había porqué pensar así. Ellos huían por una disposición del destino, por algo irracional e inexplicable. Era algo alegórico; pero eran emprendedores héroes. Huir no significaba que no lo fueran. El enemigo se podía vencer; pero requería sus argucias. Una retirada a tiempo y perenne es una gran, insólita, victoria. Lo mejor era darse valor, tener fuerza para soportar el duro paso de los Alpes, aunque sin elefantes. No era lugar para recordar elefantes ni patochadas semejantes. ¿A que vendría aquí Aníbal y toda su caterva histórica, heroicidad sin nombre? Era cuestión de tomar valentía. De aguerrirse para las duras pruebas. Para el pesaroso cruce del dédalo de estas partes de sus vidas. ¡Qué torturas! La tenaza se cernía sobre sus cabezas.

A la media hora pararon para hacer sus necesidades en un roquedal entre encinas. Cada uno se desperdigó, con entera libertad. Caricato sacó su lápiz para bajarse, sin cuidados, los pantalones. Se lo colocó en una de las orejas, como un artesano. Las piedras empezaron a tomar caprichosas formas, lentamente. Al rato, después que acabaron sus faenas, se dieron cuenta que entre las encinas había un montón de negros como el carbón, que habían surgido, ovidianamente, de la metamorfosis de las rocas. Era una pura fábula. Pura farsa. Los negros se agruparon. Unos sesenta o setenta y tantos humanos de piel azabache, fuertes, musculosos, dispuestos a todo. Pero no los amenazaban, al contrario. Postrándose a sus pies, dieron clara muestras de sumisión. Caricato estaba, a pesar de todo, horriblemente asustado, muy asustado. ¿Sería aquello una mala pasada del enemigo? Era dudoso. Telesforo observó que se comportaban como esclavos, como una mesnada incondicional y deseosa de obedecer. Saxolfeo les tocó el saxo y sonrieron alegremente. Luego propuso adiestrarlos para contrarrestar el empuje enemigo. Pero ello era imposible en tan corto espacio de tiempo. Improbable. A todas luces parecía una locura de un musicastro abotargado. El conductor, muy nervioso, propuso ir al auto y partir, dejando allí a los negros. Lo hicieron. Así que subieron y arrancaron a una prudente velocidad, al ver que los ¿cien? negros les seguían, corriendo en fila india detrás del coche, a paso maratoniano. No dejaron de mirarse, asombrados, los unos a los otros. Era algo, realmente, jamás visto. Algo así como la décima maravilla. Curioso que los negros no hablaran. Sus caras parecían mazacotes de carne y hueso

Continuaron acelerando el automóvil a una velocidad fiera, terrible. Al doblar una curva, que bordeaba un monte pequeño, en un cerro de enfrente, vieron, con un susto de muerte, al enemigo. El auto paró en seco. Los cuatro abrieron inmediatamente las puertas. Rápidamente Caricato, ducho en el arte de organizar la fuga, ante la inmimnente presencia enemiga, ordenó a los negros coger todos los enseres más necesarios del coche. Telesforo tomó su estuche de plástico, Saxolfeo cargó con su acordeón, dando el saxo a un negro fiel. Rápidamente una vanguardia, compuesta de veinticinco negros, emprendió la subida del monte, intrincándose entre los pinos espesos. Dos alas, de veinte negros cada una, bordeaban a diez negros que llevaban los pertrechos de la marcha. Cerraba, al miniejército en fuga, la retaguardia, que se armó con palos de pino, improvisadamente. Subían rápidos de esta manera, entre los árboles, para alcanzar la cima del monte y tener ventaja. Cuando el contrario llegó al auto, ellos dominaban la cumbre. Quedándose la retaguardia, para cubrir la huida, el resto bajó a la máxima velocidad por la ladera opuesta, hasta desembocar en un valle, que era recorrido por un río caudaloso. Cuando estaban abajo, la retaguardia se les unió, dejando bien escondido a dos negros para que asustaran al enemigo. El problema más inminente era cruzar el río. Caricato infló su muñeca hinchable y, uno a uno, montándola, fueron pasando los negros. Mediante una cuerda la volvían a recuperar desde la orilla opuesta, una vez que pasaba uno de ellos. Así consiguieron ponerse a salvo por hoy. Ya la noche se les echó encima. De noche jamás atacaban. Después se les unieron los negros (dos) asustadores y asustados, que cruzaron el río a nado. Reunidos, rápidamente, para tomar decisiones, Caricato, Saxolfeo, Telesforo y el conductor Agusa, decidieron organizarse para continuar la fuga. Veinticinco negros, armados con estacas improvisadas, formarían la vanguardia. También se aprovisionarían, a ser posible, de una vara larga, tipo garrocha. Las alas de aquella expedición de evasión estarían armadas de armamento arrojadizo y atacante, asimismo auxiliar. La retaguardia sólo iría con piedras para arrojar y sería el ala más movediza del improvisado ejército. Saxolfeo tomó el mando de la vanguardia. Telesforo y el conductor, las dos alas, reservándose Caricato la retaguardia, como más responsable. Hecho todo esto, decidieron aprovechar la noche para avanzar y ganar distancias. Pero antes, Telesforo sacó de su estuche de plástico (dicho sea una vez más, en honor de tan útil material) un tipo de piraña que se reproducía como por encanto y las echó al río, para que los adversarios tuviesen impedimento, al día siguiente, cuando lo vadeasen. Todos aplaudieron la magnífica ocurrencia. De esta manera las huestes emprendieron la fuga, ordenados según se dice. La marcha era rápida. El posible cansancio no acababa con el enorme miedo que les poseía. Caricato, con un grupo de diez negros, se ocupó de hacer desaparecer todo rastro que la expedición dejara detrás. El sudor bronceaba la piel de los negros que brillaban trágicamente en la triste noche. Saxolfeo, en cambio, para alegrar la expedición, tocaba, alegre, el acordeón, aunque trágico. Canciones de marcha sobre todo. De mucha marcha. Para acrecentar la zancada de los que van en retirada, de todos sus miembros. Los negros entraban ya, por derecho propio, a formar parte de los destinados a ser de los miembros del grupo. Ahora esperaban que La Cañon y El Mitra les mandaran noticias de los demás que huían. Pues, realmente, estaban ya al borde de la desesperación, del fracaso y de todo lo demás. Ya era imposible no esperar noticias de El Mitra. Al menos que, según cuentas que se habían echado antes, no se hubiese acabado con él. Al día siguiente esperaban, con la marcha hecha durante la noche, estar bastante retirados, despistándose por un buen tiempo, el tiempo del despiste. De lo contrario les esperaba la perdición, la noche y morir, o acabar, en manos del enemigo.

II AFANASOL Y SU CATERVA FUGADOS POR LOS AIRES

¡Cuánta astucia supone la fuga genial !
JOSÉ ORTEGA Y GASSET

Pelandrusco arrugó la jeta, sin convencimiento, hacia el artefacto volátil que el sabio Afanasol apañaba para casos de emergencia.
Un inmenso globo surgía a las espaldas de la casa de campo, no muy alejada del pueblo. Eran tiempos apocalípticos y convenía que cada uno, o en grupo de amigos, se fabricaran arcas de salvación. Un repentino diluvio podía diluir todo lo viviente y se precisaban soluciones individuales. Los más avispados eran los que tenían que darse cuenta de todo aquello y prevenir su salvación en una noeica arca, como correspondía a sus inteligencias preclaras. Pelandrusco, haciendo ascos de las palabras de Zarrampla, se fue mohino hacia el pueblo. Era la hora de comer. Encendió un cigarrillo y paseó un rato la vista por la sierra. Luego, con paso lento, salió al camino. Escupió al suelo, miró a la casa, meneó la cabeza y se dispuso a irse a la suya.

Afanasol daba los últimos toques. Sólo faltaba pintar de azul claro la barquilla, para despistar. Era comprensible. Un magnífico aparato. No habría que preocuparse. Todo estaba solucionado para los miembros de su grupo. Bien es cierto, cambiando de tema, que hacía una infinitud de tiempo que no se veía a El Mitra. Era raro. Zarrampla entró en la casa para dar los últimos toques a la comida. Era cuestión de gusto. La gastronomía siempre le gustó. Hacía buenos mejunjes, todos ellos comestibles.

Baruch comía temprano siempre. Desde sus costumbres de joven. Bueno, no era tan viejo. Aquel día salió del pueblo para ver los últimos avances de Afanasol en la construcción del globo. Los últimos retoques. No era viejo, pero gustaba de usar bastón, un viejo bastón de un tío suyo que siempre había visto por su casa, al bastón. A lo lejos del camino parecía venir Pelandrusco. Le pidió un cigarrillo al llegar a su altura. Lo encendió. Entonces fue cuando, al volverse, lo vio venir desde el pueblo. Los dos salieron corriendo hacia la casa de campo. Era lo mejor en aquellos casos. Detrás venía Golimbrón, con un saco a las espaldas, a todo correr. Al llegar a ellos eceleraron el paso hacia la casa de Afanasol. Era cuestión vital. Él tomaba en aquellos momentos el pueblo. Todo estaba consumado y la solución no podría ser otra. Pelandrusco se recomió sus desdenes hacia el aparato volador, contruido por Afanasol, y lo alabó. Destacó su maniobrabilidad, su manejo fácil, su leve vuelo, su rapidez, para que, al menos, en la ficción, fuese cierto que el arca de salvación estaba lista para redimir del diluvio, que avanzaba a sus espaldas. Era mejor creer todo aquello así, aunque fuese un producto de un magín calenturiento.

Saber el manejo y funcionamiento de un aparato como un globo es algo que compete a Afanasol, y sólo a él. Por lo demás, Zarrampla no tiene ni idea de tales trastos. Menos Pelandrusco, el escéptico individualista, o Baruch y Golimbrón. Así que sería cuestión de cuidar por la salud de Afanasol para conservar la integridad de todos los demás. Fue providencial, como todo lo que ocurre en este mundo, que todos se hallaran a refugio en la casa de Afanasol, en el momento que él tomaba el pueblo, en una operación relámpago. Fue algo de pura chiripa. Como siempre ocurría en esta vida. Los sucesos diarios son pura casualidad, puros aconteceres fatúmicos, como se dice que creían los griegos. Las primeras gotas del anunciado diluvio llovían ya en sus mentes, en sus cuerpos, en casi toda su tierra. La salvación estaba en el aire, no en las ondas herzianas, sino en el espacio aéreo que bordeaba el globo terráqueo. Afanasol tenía una amplia melena de ondulado pelo. Barba valleinclanesca y pinta de desgraciado, como todo hombre inteligente. Había estudiado física y química; pero sin atenerse a ningún tipo de academicismo o centro oficial de formación en tales materias. Habíase empapado bien en lo concerniente a la navegación aérea. Su formación era completísima. Como la de todo concienzudo autodidacta. No había nada que temer. Así que cogieron los instrumentos y los enseres más necesarios y dispuso el globo para su momentánea elevación, para una ruta que, pensaba, sería larga, larga y arriesgada. Entraron todos en la amplia barquilla. Se pusieron temerosos, azorados. El único que conservaba la sangre fría y su tranquilidad habitual, al menos de momento, era Afanasol. Sabio, prudente, práctico, servicial.

El globo se elevó alegremente sobre la casa. Abajo iba quedando el verde campo, los árboles, el pueblo tomado por el enemigo ya. Afanasol no olvidó meter en su barquilla de salvación a su perra inteligente. Le faltaban pocos días para que pariera y hubiese sido terrible que cayera en manos extrañas. Pelandrusco tuvo un ligero devaneo en sus esfínteres al despegar y ver, desde lo alto, la maravillosa panorámica que se extendía alrededor de ellos. Afanasol estabilizó el globo a unos cien metros del suelo. Aunque luego lo fue elevando más, poco a poco, aprovechando corrientes de aire. Puso dirección hacia el norte, siguiendo instrucciones de El Mitra y de aquella gilipuertas paralítica llamada La Cañon.

Baruch experimentaba una extraña sensación de gozo, al ir montado en tal artefacto. Era una impresión de apocalipsis y al mismo tiempo éxtasis venturosa. Todo ello mezclado con premoniciones pesimistas acerca del futuro, de su futuro. Algunas personas, allá abajo, saludaban, aldeanamente, el paso del globo. Bien lanzando gorras al aire, bien silbando y dando grandes alaridos, no se sabe si de rabia o de gozo eufórico. Algunos daban hasta cortes de mangas. Al principio todos permanecían expectantes a las gesticulaciones de la gente. Luego lo olvidaron e incluso llegaron a hastiarse de todo aquello. No había nada que temer. Absolutamente nada. El enemigo no sabía volar. Ni sabía ni podía. Tampoco podría pagar gente mercenaria para que los cogieran, o poner precios a sus cabezas. Era absurdo pensar que, una vez en el aire, el enemigo les echara el guante. Ni siquiera lo pensaban. A pesar de ello, Pelandrusco tenía serias dudas. Él se tenía por un gran desconfiado, como hay que ser. Se elevaron más. A lo lejos veía arrastrarse una larga carretera. Montañas, más allá. Algunas con las cumbres punteadas de nieve. Todo parecía en maqueta. Casitas desperdigadas. A veces se acumulaban y formaban aldeas, caseríos, pueblos y ciudades. Una preciosidad todo aquello, una verdadera maravilla de la naturaleza humana. Bosques impenetrables subían por las laderas del monte, colinas y prominencias extensas del terreno. Nunca le había gustado la geografía. Menos en estas extenuantes circunstancias. Afanasol puso, como si dijéramos, el timón fijo al globo y se encendió un pitillo. Cansado, se sentó en unos bártulos que estaban en el fondo de la barquilla. Era una obra artesana hecha de mimbres, fuertemente enlazados. Golimbrón, aficionado a la fotografía, siempre llevaba su cámara fotográfica con él. Lo mejor. Lanzó varias tomas de la panorámica. Revelarlas era ya más peliagudo.

Ya casi anochecía cuando Afanasol propuso descender para pernoctar y abastecerse del agua, que necesitaban. Asimismo tenía que hacer varias reparaciones al aparato. También necesitaban combustible para calentar el aire que hacía subir al globo. Aprovecharían la noche, sabiendo que el enemigo no realiza ataques durante la retirada del sol de la faz terrestre. Afanasol realizó la maniobra con pericia y cuando los rubios cabellos, ¡rubios cabellos!, del sol desaparecían del ámbito terráqueo, al menos por la mitad de la tierra que a ellos correspondía, el aparato se posó levemente en una anchurosa y verde campiña. A lo lejos se vieron luces de lugar habitado. También a la derecha otearon luminosidad de lugar habitado. También a la derecha se veían relumbrones de neón, no muy lejanos. Afanasol, en palabras breves, dio concisas instrucciones, claras explicaciones. Baruch y Pelandrusco irían a por el agua y la traerían mediante un vehículo o lo que fuera, hasta la barquilla. Golimbrón y él (Afanasol) se ocuparían con hacerse con el combustible, vital para seguir huyendo. Esto, observado por Afanasol, asustó, responsablemente, a todos los componentes del grupo. Zarrampla y la perra vigilarían. Por si imprevistos aconteceres decidían acercarse al artefacto para hacerle cualquier daño. Dadas las últimas instrucciones cada uno se fue a lo suyo. Dentro de una hora esperaban encontrarse allí para dormir hasta poco antes del amanecer, a fin de que no les hiciesen un imprevisto ataque. Golimbrón puso el flash lumínico en su cámara fotográfica.

Afanasol y el fotógrafo se dirigieron a las neónicas iluminaciones que venían de la derecha. Los demás se fueron, al otro lado, hacia unas casas que se adivinaban entre unos árboles. El terreno parecía ser un prado para ganado. Nuevos miedos asolaron ideas de algunos miembros con terrores. ¿Y si aquel lugar fuese donde pastaban los toros bravos que por aquellas tierras existen? Era rizar el rizo del pánico y de la incomodidad. Lo malo estaba en que ni siquiera traían una capa para poder defenderse a capotazos entretenidos. Además, a pesar de la prolífica especialización de cada uno de ellos, a ninguno se le había ocurrido hacerse ducho en el arte de la lidia, entreteniendo al toro.

Lo malo, lo nefasto y perverso de los héroes es que cuando no tienen guerras ni hazañas por realizar, se las inventan. Eso es lo que desprestigia un tanto el brillo heoico en el firmamento. Todo se promociona hoy. Especialmente en una época dominada por el criterio del éxito: la mejor manera de asegurarse el éxito de héroe consiste, naturalmente, en no tocar problemas serios. Todo se promociona, decimos, menos el héroe. Incluso los literatos, los escritores, sobre todo los admirados de allende el mar, bobaliconamente, por la crítica, o que anidan tras la cordillera fronteriza. Pretenden eliminar héroes por no comprenderlos, porque los sobrepasan, no les llegan a sus alturas y decretan su inexistencia. ¡Vaya falacia! Los miembros, que estáis huyendo de la acosadora acción de enemigo, sois todos héroes, bravos héroes. Poco nos importa ir contracorriente. Poco importa también que no estemos promocionados por la prensa, en radio o en la, al parecer pura apariencia, todopoderosa televisión. No estamos promocionados tampoco en los grandes paneles de los estadios de fútbol y demás juegos de masas, ni en los de las vías urbanas. Y no debe de ser porque no somos rentables. No señor. Debe ser por oscuros intereses que enrojecería confesar. Hoy en día todo es escrupulosamente manipulado. Cada pieza su función. Es un maldito juego de ajedrez que juegan dos locos demiurgos. Enroque, te como el peón, me comes la reina, ponga aquí el caballo, jaque. En fin, que mientras tanto suena una ensordecedora música de fondo que hace jugar locamente a los dos jugadores...

Afanasol se dio cuenta que aquello era una bendición. En realidad era una distribuidora de combustible al usuario. Pero en este caso bendición y aquello eran lo mismo. No existían los contenidos semánticos diferenciadores. Aquí la circunstancia marcaba la pauta de todos los contenidos significativos. Por eso se dijo: “mis circunstancias valen más que yo”. Terrible destino preprogramado.

Se acercaron, sigilosamente, por la parte de atrás. Afanasol montó su rifle repetidor, dando su pistola a Golimbrón. Por sitios diferentes, entraron donde el empleado descansaba, tumbado en una hamaca, casi dormido. Conminado a poner las manos en los pies, lo registraron. Lo obligaron a coger una carretilla y a cargar dos pequeños bidones de combustible y algunas latas. Desguajaron el cable del teléfono. Precisión, eficacia, precaución. Le aplicaron en las narices un pañuelo humedecido en un líquido de producción en los talleres Afanasol. Dormido el mozo, cogieron la carretilla y, tras dejar una escueta nota, se fueron hacia el globo. Afanasol desmontó su rifle metiéndolo en su caja de herramientas, y la pistola. Era casi un autárquico. Capaz de todo. Buen manitas. Como pudieron hicieron andar la carretilla por aquel mal terreno. Pasaron innumerables fatigas. Todos los trabajos eran pocos para llevar aquello. Su salvación, momentánea salvación. Nunca le había gustado la delincuencia; pero no eran momentos de ética. Además está claro que la delincuencia existe por motivos ajenos a su propia voluntad. Dejando la demagogia fácil, Golimbrón pensó comer, nada más llegar, un apetitoso pastel que guardó con vistas a un enorme esfuerzo como era el que realizaba en aquellos momentos. Hercúleo trabajo, posiblemente sin remuneración ni doncella. Triste es el destino de los héroes hoy en día. Triste es el destino de lo que no se promociona. El dueño de este mundo es, según parece, y para común asombro, el comercio y sus buhoneros. Y no es que el comercio mueva a la humanidad, sino que hace que la humanidad se mueva por el comercio. Falacia, pura falacia, pero un tornillo sería siempre un tornillo y un programador, programaría. En eso todos están de acuerdo.

Como durante el día estaban en el aire, había un problema insoluble y que a Afanasol traía verdaderamente loco. El problema de cagar o mear en pleno vuelo, ya que temían acercarse demasiado al suelo y ser atacados por el enemigo. Hubiera sido un fallo fatal para todos. Menos mal que en el día pasado no se le había ocurrido a nadie hacer sus necesidades. Pero eso no hacía presuponer que a alguien no se le ocurriera y Afanasol estaba preocupado por ello. Por dar una solución al problema. Así que se le ocurrió practicar una pequeña abertura en uno de los laterales de la barquilla que era cerrado por una trampilla, hecha expresamente para ello. Así, Afanasol, solucionó el, al parecer, insoluble dilema de como orinar y defecar en las circunstancias en las que ellos se hallaban para bien de la humanidad y de todo en general. Aquello era una muestra más del ingenio de la técnica, de la ínclita ciencia aplicada un gran logro. Digno de la admiración del género humano. Sí señor. Pero, ¿qué podía hacer perseguido por el enemigo, tan inmisericorde a él? Aquí no vale eso de: si no puedes con el enemigo, pásate a él. No podrías hacerlo por más que quisieras. Totalmente desechada la idea, suicida. No procedía ejecutarla. Afanasol miró a las estrellas deseando alcanzar a todas. Era un hombre que apuntaba, no a una estrella, sino a todos los miles de brillantes ejemplares que tililan en la cúpula celeste. Algún día los anales cantarían sus hazañas, a pesar de que la ciega generación de hoy no promociona a los héroes. Sueños infinitos de pasar a la historia, de ser narrado. Las consejas hablarían de sus hechos. Chascarrillos, apólogos, mitos, patrañas, folletones, invenciones acerca de él. Por fin se llevarían su merecido. Se haría al fin justicia con él. Hacía falta mucha justicia, montones de justicia. Pero es mejor callar y dejar eso a los jueces. Mejor. No compete.

Baruch y Pelandrusco llegaron a la casa, que era una especie de cortijo. Baruch se anudó la corbata y, muy digno, fue a llamar a la puerta. Pero cuando se dirigía a ella, seguido de cerca por Pelandrusco, un perrazo enorme y sin ladrar, le salió al paso. De un eficaz bastonazo lo desnucó. Tras este preámbulo avanzó educadamente, siempre digno, hacia la puerta de la vivienda, se paró antes de llegar y llamó con tres toques suaves, dados con el bastón. Salió una simpática campesina, a la que guiñó el ojo, y escabulló el ojete. Los hizo pasar, y el padre, al que se presentaron con toda pompa, según merecía el caso, atendió sus requerimientos y dispuso tres grandes garrafones de plástico para transportar él mismo, si era necesario, hasta el globo. Era un señor que se hacía comprender la problemática de los expedicionarios. Atento, educado, aunque algo tosco. La señorita que les abrió las puertas era su hija. Les invitaron a cenar. Por todo ello, pasada una hora, no regresaron al lugar donde estaba el artilugio volante. Afanasol se preocupó. ¿Acaso el enemigo se habría acostumbrado a atacar de noche? No era posible. O prefería nonearse la posibilidad. Decidió esperar media hora. En caso de que no vinieran, él saldría para ver si los veía. Poco antes de pasar el plazo de la media hora, Baruch y Pelandrusco volvían acompañados por el campesino. Cargaron el agua en el globo y despidieron, según merecimientos, al labrador. Fue muy atento y servicial con ellos. Todo gracias a la esmerada urbanidad de Baruch que para algo había de servir en el campo, ya que no en la urbe. Nunca comprendieron por que a los modales de una determinada manera y gusto se les llamaba urbanidad. Desde luego el tener en cuenta la cotidianidad del héroe puede resultar aburrido; pero siempre ilustrativo. No toda labor cotidiana está hecha por héroes. Tiene una vida vulgar, de día a día. Nadie cree que en la actualidad hay héroes, cono Afanasol, por ejemplo. Un día se hará el gran canto al valiente, todavía sin hacer. Pero al héroe en general, en abstracto, elevándolo al mundo metafísico de los mitos y leyendas. Se lo merecían. Sobre todo Afanasol. Pero habría de ser cantado sin la seriedad de palo, sin pretensiones adultas. Habría que admitir en ese canto la forma infantil, pueril, incluso repipi, ¿por qué no?

Después se dispusieron a dormir encima del pasto. Echaron un toldo y cada uno cogió su saco de dormir. Todos se reclinaron, después que Afanasol diera unas contundentes razones explicativas de por que el enemigo no les atacaría de noche nunca. Tranquilos, aunque no contentos, se dispusieron a descansar de la mejor manera posible. Los héroes también duermen, aunque no lo necesiten, No les es tan necesario como al vulgo. Ese vulgo dormilón que pulula por todas partes. Aunque así como a las tres de la noche Baruch se levantó sigilosamente, sin ser notado por nadie. Solo y cuitado se dirigió a la granja. Nadie despertó. Se acercó a una de las ventanas. Llamó suavemente sobre los cristales. No sucedió nada y volvió a llamar con cautela. Esta vez salió la linda campesina de ojos negros. Abrió de par en par las ventanas y el intrépido don Juan vejestorio entró en el dormitorio de la doncella. La besó galantemente. Ella se moría de gusto. En este caso se ha de morir gustosamente de amor. Era virgen. Lo fue.

Baruch, se decía, había colaborado, en épocas oscuras, con el enemigo. Pero de eso hacía tiempo. Por lo demás siempre buscaba un escape en el sexo, como muchos en el seso. Eso es lo de menos. Lo cierto es que era vigilado de cerca por Zarrampla.

Todos dormían, a estas horas de la noche, apacible sueño de los héroes. El pacificador, agradable, reconfortante sueño de los dioses, dicho de manera más justa.

El gato aquel era un verdadero zoquete. No se rían, por favor. Ni sonrían benevolentes, como si el César perdonavidas ejerciera ese derecho. Después de dos años de persecución del jilguero aún no lo había atrapado. Pero el pajarillo, por cachondeo, o por cualquier intríngulis que no se define en el origen de las especies, seguía tentando al felino. El animal se relamía de gusto sus blancos y erectos bigotes, algunos chamuscados ya por el fuego. Un recomiente deseo desesperado consumía al felino. Tenía enormes ganas de zampárselo entero, enterito. Para él sólo, para nadie más. ¡Qué satisfacción! El pájaro revoloteaba de acá para allá, dueño del aire. Picoteaba, cantaba, se divertía; suponiendo que las aves se divierten o que tengan idea del divertimiento. Aquella se sentía acosada implacablemente por el fiero gato. Era una penuria diaria. Tenía que dormir en cualquier árbol de la vecindad. Mientras, la primavera llegó y el gato siguió el acoso bestial. El jilguero sufría el penoso tormento, aplicándole su total inteligencia. Cierta vez estuvo a punto de ser atrapado. Fue cuando el traidor felino saltó sin contemplaciones desde una altura de más de diez metros sobre la tapia donde estaba tranquilamente, aunque atento. Faltó poco, muy poco. En el fondo se regodeaba, en sus adentros, de haber sido ocasión para que el gato se descalabrara, aunque hay quienes sostienen que los felinos siempre caen de pie, en caída libre. Había que tener cuidado. Estar siempre vigilante, pues se presentaba cuando menos se lo esperaba en los sitios más insospechados. El jilguerillo, en el fondo, se divertía con aquella persecución. Quizás aquel sería el primer gato esquizofrénico. Tenía segura una cosa: en el aire era imposible ser atrapado. Y esa iba ganando. Por otra parte podía vigilar al enemigo desde lo alto y, cuando quisiese beber o comer grano, hacerlo en la dirección opuesta donde estuviese. De noche habría de dormir en las ramas más débiles de los árboles, a fin de que el gato fuera sentido por su mayor peso.

Se harán comparaciones paralelas, ilustraciones de la epopeya (etopeya para otros), prosopopeya para los más sagaces. Todo será, así, más entendible, más sencillo, más claro y , al mismo tiempo, los héroes se sentirán mejor, incluso reconfortados durante su sueño. Tendremos que esperar que despierten, entreteniéndonos en algo positivo, digno, dicharachero y prometedor. Que ilustre, además, su historieta.

El funcionario llegó tarde aquella mañana a la oficina. Menos mal que el jefe se levantó con un dolor horrible en un callo. Esto hizo que su llegada fuese tardía como para venir casi diez minutos después de llegado él. Todo fue debido al maldito sastre que tuvo que despistar entre el maremagno de calles, como pudo. El muy percebe lo esperó a la salida de su casa (nunca le abre) desde muy temprano. No se dio cuenta al salir a la calle. No lo vio. Fue cuando estaba a cien metros del portal, cuando sintió a sus espaldas pasos apresurados, zancadas agresivas. Miró, y allá venía ese mequetrefe empeñado del sastre a toda leche. Creyó que lo agarraría; pero no fue así. Son los héroes. Corrió tremendamente. Se metió por una calle casi opuesta a su itinerario. Era lo mejor ir por allí, ya que entre aquellas callejas esperpénticas, despistar a aquel gilipollas fue tarea de lo más fácil. Pero, por eso mismo, tuvo que dar un gran rodeo para llegar a la oficina. El sastre no sabía donde trabajaba y, por lo mismo, no lo esperaría a la entrada. Un alivio que todavía no lo supiera. De lo contrario sería un delirio. De todas formas en la oficina estaba muy intranquilo. Continuamente iba a mear o a beber. No quería pagarle a aquel desastroso sastre. En el fondo le gustaba mucho, muchísimo, que durara aquella situación. Y no es que no tuviese dinero para pagar. Ni era masoquista. ¡En manera alguna! Él era un digno trabajador con su sueldo mensual, y gracias a esto tenía suficiente dinero para pagar a aquel mierdoso de sastre. Lo principal es que aquella embarazosa situación le daba aliciente a su mediocre vida. Sin todo aquello no tendría interés el vivir. Menos mal que se había producido, por chiripa, cuando en un bar del barrio, un día casualmente, le dijo ese asqueroso sastre que todavía no le había ido a pagar la cuenta que le hizo para la boda aquella. Recuerda el olímpico corte de manga que le dio. Hizo la puñeta y le tiró un hueso de aceituna a la calva. Todo ello provocó un displicente, maleducado y tergiversador cabreo en el cortador de telas y hacedor de trajes. Rojo de ira se avalanzó al vacío. pues el funcionario ya se había escabullido, y en la calle le daba voces provocativas. Le llamó de todo, desde marica a hideputa. El sastre corría tras él. Hasta que se cansó. Lo despistó y volvió a su casa. Pero estaba esperándolo en la puerta. El muy imbécil ni astutamente se había escondido para sorprenderlo. Hasta allí llegaba su tontuna. Lo provocó y el otro corrió hacia él. Se introdujo por un enrevesado dédalo, hasta que el sastre pareció desistir. Entonces, tranquilamente, volvió al dulce hogar. Estaba contento aquella noche, muy alegre. Lo celebró echando unos polvos en casa de Marisa. Le resultó redondo. Su vida de funcionario iba teniendo una razón de ser, de existir. Burlarse del sastre estúpido, correr de él, putear al sastre. Esa era la razón de su vida. Todo ello le provocaba un continuo miedo, una continua y martilleante idea de que el sastre estaba a sus espaldas. ¡No, no puede ser! Instintivamente se tensaron sus músculos y el jefe le dedicó una sonrisita benevolente y fláccida. Daba asco. Del sastre, no del jefe. ¡Vaya sastre gilipuertas! El primer insulto que pensaba dedicarle era el de maricón de cementerio, que sonaba Como a raro, estrafalario y cabreante con superioridad. Puede que fuera un cínico. Nunca lo negó. Cínico con estilo y solera.

A veces sólo la comparación paralelística da luz a los hechos. Nunca se abusará lo suficiente de ello cuando se trata de alumbrar este proceso. Hay cosas de tal enrarecimiento, cuestiones de tan empingorotada exposición, que sólo se puede recurrir a la metáfora para tratar de explicarlas, y eso a medias. Porque se ha de contar con un mínimo de inteligencia y con pocos prejuicios.

El griego se hallaba perdido en tierras persas. Allá entre trozos de alfombras, pozos de petróleo, aldeas hostiles, el enemigo detrás, el Ponto Euxino por pasar. Feroces montañas, amenazantes como dioses cabreados. El griego, a pesar de ello, es hombre con recursos. Siempre los tuvo. En el caso que se hallaba lo mejor era dirigirse al Ponto por las montañas. Huyendo del enemigo en la llanura estaba seguro de perecer, por las certeras armas que éste poseía. Era obvio que deseara irse a través de aquella zona escabrosa, arcana, desconocida y misteriosa. Así que, aprovechando la noche, para no ser visto, cruzó la llanura, llegando junto a las montañas al llegar el día. Se descuidó un tanto de mirar hacia atrás, pues el persa no atacaría, mientras subía. En estos trances ganó la cima, antes que el enemigo se diera cuenta. Penetró en las aldeas de los valles y repliegues de las montañas. Allí había cantidad de víveres de los que se sació y avitualló para la penosa marcha. El griego llevaba tres acémilas y, como prisioneros, un bello efebo, una bellísima mujer y un guía. Con todo el dolor de su corazón viose precisado, para apresurarse en el paso de la intrincada cordillera, deshacerse del muchacho y de la hembra, así como de dos acémilas, y prosiguió la marcha una vez que lo hizo, más liviano. Los bárbaros montañeses, sobre todo uno barbado, se opusieron a que cruzara por sus tierras. Tras una acalorada discusión, el griego prosiguió su marcha, que más bien parecía una fuga, o dos fugas. Corrió todo lo que pudo mientras el terrible bárbaro disponía lo necesario para salir detrás de él y estorbarle el camino. Desde lejos se veía un intrincado paso o desfiladero que, según el guía, era el único lugar para pasar las montañas. Pensó apresurarse todo lo posible, a fin de que no se adelantaran y le impidieran ganar el otro lado. Cuando faltaba poco, para su desesperación, se dio cuenta que encima de una roca estaba el hosco bárbaro, estorbándole cruzar el camino. Volvió inteligentemente sobre sus pasos, decidiendo secuestrar a un nativo del país, para que le condujera por otro lugar que, estaba seguro, debía de existir. Bajaron a un valle. Se acercaron a una casa. Al lado de un montón de estiércol se hallaba un mozalbete ocupado en defecar alegremente. Lo acechó. Fue por la espalda y le tapó la boca, llevándole lejos de allí, en contra de su voluntad y entre forcejeos. Lo obligó a que le guiara por algún otro lugar que llevara al lado de allá de las montañas. El chico, atemorizado, así se dispuso. Antes pidió un breve tiempo para terminar su tarea. Acabada la cual, se pusieron nuevamente en camino. El griego deseaba llegar a su patria. El enemigo era duro; pero no invencible. Evidentemente este nuevo sitio por el que se cruzaba al otro lado era más largo, más arriesgado e infinitamente más aventurado. Por todo ello se ataron los tres expedicionarios. Provisor, el griego también arrasó una aldea, en la que se hizo de suficiente comida y bebida para el cruce de las escarpadas cumbres y no verse colgado a mitad del sendero.

Por la mañana se levantaron de muy buen humor. Sobre todo Baruch. Aunque, en realidad, aún no había amanecido. Afanasol arreó a todos para que se soliviantaran y prepararan el globo y partieran cuanto antes. A una distancia de quinientos metros alrededor, a Zarrampla le había parecido ver sombras que se movían, sospechosas voces entrecortadas, el chocar de armas, el suspiro de la guerra. Una situación alarmante. Había que ser rápido. Golimbrón tuvo un conato de espasmo. Se tiró al suelo. Rápidamente Baruch lo levantó y animó. Le mandó coger unas mantas y otras cosas que faltaban por subir al aparato volador. Al cogerlas se quedó rígido, al igual que si le hubiesen dado un buen susto. El pelo se le erizó y el bigote parecía el de un gato. Baruch. pese a su apacible campechanía, se puso rápidamente en guardia. Se acercó a Golimbrón, que se mordía la lengua y espumajeaba por la boca y narices. Se la mordía con gran daño. Hábilmente Baruch se la introdujo dentro de la boca y, por poco, le mordió un dedo. Se sacó el pañuelo y se lo puso entre los dientes. Golimbrón cayó al suelo, a todo lo largo, temblando de manera horrible. Parecía que cien mil demonios le mordieran el estómago. Sin pensárselo llamó a Zarrampla y entre los dos lo cogieron y lo introdujeron en el globo, aunque llenos de un terrible pavor. Afanasol, sin inmutarse, subió al artefacto, poniéndolo en marcha cuando ya unas gigantescas sombras grotescas comenzaban a acercarse al globo con el clarear del nuevo día.

El sol salía a lo lejos, detrás de la llanura, cuando el artefacto, alegremente, como alboreado al compás del rey astro, tomaba la dirección norte. Abrieron unas botellas de leche y, con galletas, desayunaron tranquilamente. Golimbrón estaba completamente repuesto. Los achaques que cada cual tiene de nacimiento atacan en las imprevistas situaciones, haciéndose cómplices del enemigo acechante.

Sobrevolaban la llanura. A lo lejos se veían montañas con sus puntitos blancos de nieve en las crestas, produciendo una agradable sensación. Por la carretera vieron coches de la guardia y de las policías que se acercaban a una estación de servicios de combustibles que habían saqueado, seguramente, la noche anterior. Cada vez había más delincuencia, era irremediable. Hombres de roble navegando el aire, montados en un casi infantil globo, veían una panorámica menos halagüeña hoy que la del día anterior. La novedad del vuelo permitía mitigar el miedo al enemigo. Ahora esa novedad había decrecido y se convirtió en pura monotonía. Se sobreponía el horror acechante del enemigo que parecía tener tomado todo. Todo el país era suyo. Esta vez seguramente, no habría salvación. Vieron una bandada de patos en V volando por debajo de ellos. Algunos pájaros se posaban en lo alto del globo, ya sin precaución alguna, con total desparpajo. Parecía destinado al mismo destino de las aves: volar y volar. A pesar de ello, el enemigo se desplegaba camuflado, pese a lo que lo veían, o, al menos, lo intuían por toda la llanura. Serpeaba caminos y veredas. Cruzaba ríos y arroyos. El globo, tomando una fuerte corriente de aire, se aceleró. Hasta ahora Afanasol lo dominaba al completo. Diestramente. En otro tiempo más feliz había sido timonel de un navío a velas. Se dedicó a la piratería. En el pueblo nadie sabía de su vida pasada. Diremos que se enriqueció filibusteramente. Es lo mejor. Afanasol fue un viejo lobo de mar. Ahora lo era de aire. Aunque los lobos no vuelan. Pero figuremos el sentido, o desfiguremos. había campeado siempre temporales fuertes. temporales desastrosos de los que otros no se hubiesen salvado jamás. Le gustaba el peligro, la aventura hemigwayana. Era su mayor ilusión desde siempre. Ya desde pequeñito... ¿Qué hace ese manta del Zarrampla? Será bruto. Está haciendo zozobrar la barquilla. La perra se vuelve histérica. Todos nos alborotamos. Afanasol prepara tranquilamente una jeringuilla, cargada con un fuerte tranquilizante. Mientras Baruch y Golimbrón tratan de calmar al suicida. Afanasol, sin contemplaciones, le hinca la aguja. Se desmaya y lo recuesta entre los fardos de enseres que van en el fondo. La perra deja de emitir su aullido agorero. Comienza a llover poco a poco. Afanasol estabiliza el globo. Rápidamente sitúa una lona, preparada al efecto, y la extiende por encima de la barquilla. Así estuvieron guarecidos la media hora escasa que duró la lluvia. Después se despejó el cielo y estuvo todo el día así.

El enemigo hacía estragos en el ánimo de los cuatro componentes de la volátil expedición. Visiones estrambóticas originaban pánicos y comportamientos peligrosos para la vida de uno mismo y de todos los miembros. El adversario que ría ser ubicuo en los interiores de cada uno, en las conciencias. Pretendía aliarse a sus miedos.

Abajo parecía moverse algo de manera inquieta. Entre unos peñascales se emitían unos desgarrados bronquidos que sólo se captaban levemente debido a la lejanía de donde provenían. Afanasol, a instancias de los demás, dirigió el globo al lugar. De todas formas tomó muchísimas precauciones y lo sobrevoló alto. Emergió de entre las peñas un ser furioso, una terrible fiera que desde lo alto ofrecía una escalofriante panorámica, bella; pero, al mismo tiempo, terrible. Un melenudo, iracundo león de las montañas. Su boca parecía no tener fin. Fauces devoradoras. Como se dio cuenta del artefacto lo miraba desde la tierra, centelleándole lo ojos fulgurantes, rayos de deseos destructores. Alzó la zarpa. Afanasol perdió, por momentos, el mando del aparato y se precipitó irremisiblemente hacia abajo. Iban a caer justo donde estaba el león. Se hizo la histeria dentro de la barquilla. Pero, como la caída era lenta, bastante lenta, Afanasol tomó la palabra y calmó a todos lo mejor que supo, invitándoles a tomar unos comprimidos que tenían la singular propiedad de dar valor en la adversidad, fuerza en las debilidades. Cada cual se armó con un porra, que al efecto se guardaba en el interior de la barquilla. La perra asomó la cabeza y ladró insolentemente al fiero león que rugía y daba zarpazos al aire esperando que estuviesen todos a su alcance. Baruch sacó la aguzada jabalina que llevaban y la arrojó, con intensa fuerza, sobre el animal. Cruzó rauda los aires, con una fuerza bestial. Dio de lleno en los lomos del león. Todos vieron admirablemente que no lo traspasó y que, incluso, rebotó. La fiera se revolvió y mordió entre sus fauces la lanza destrozándola, como si fuera de azúcar. Todos quedaron maravillados y consternados. El aparato seguía en suave caída de los cielos. Baruch desenfundó un viejo revólver del cuarenta t cinco. Disparó, apuntando precavidamente, a los morros del león, a los ojos sobre todo. Milagrosamente las balas rebotaron en la piel del bicho. Alguno, de puro pánico, incluso se rió. Pero la situación no era de risas. Zarrampla cogió un enorme pedrusco que había por allí. Lo tiró, en caída libre, pensando que por la aceleración de la gravedad, cogiera suficiente fuerza y despanzurrara al león. Se oyó el silbido aceleratorio de la piedra. Todos vieron como también dio en el cuello, entre las melenas; pero sin consecuencias. El animalote se limitó a rugir y a sacudirse, como si un polvillo molesto se le hubiese metido entre los pelos. Todos se llevaron las manos a la boca, mordiéndose las uñas de miedo. Un aire, de sopetón, los deslizaba en la libre caída, fuera del alcance leonino. Era una lenitiva salvación. Momentánea, por supuesto. Provisional. Pues la fiera, percatada del percance, se trasladaba hacia donde caería el globo. La perra preñada ladró, entonces, lastimera. Iban a caer entre unos árboles. Una entrevista esperanza les anunciaba que quizás, colgados de las ramas, a una distancia tan prudente del suelo, como para que la fiera no los alcanzase, era su salvación. Se mandó callar a la perra gorda.

El globo se posó en un eucalipto, que evitó su caída al suelo. El león no tardó en llegar al pie del árbol y a intentar destrozarlo, para que los viajeros se le pusieran cerca de sus zarpas. Sufrían una avería que era subsanable. El armatoste perdió gas y eso hizo que descendiesen. Afanasol puso manos a la labor de producir el suficiente gas caliente para elevarse de nuevo. No sólo fuera del alcance de la fiera, sino del enemigo, que posiblemente estaba al acecho entre las rocas, por las cercanías, y que seguramente no se atrevía a asaltarlos por temor al león que acechaba. Pero la avería no se solucionaba. Afanasol se percató que la superficie del globo tenía un enorme pinchazo, quizás proveniente del choque de alguna ave en vuelo. Inmediatamente trepó por una de las cuerdas y se encaramó hasta donde estaba el desperfecto. Aquello era casi imposible de arreglar, aun provisionalmente. Miró, desde su privilegiado atalayamiento, al león enfurecido, y tuvo una idea.

Afanasol poseía una formación científica y humanística de primer orden. No sólo conocía la propiedad de los venenos, sino su utilización por parte de grandes hombres en la historia. Así recordó el envenenamiento de Sócrates, con cuya piel filosófica se habían cubierto, a su muerte, todos los que se autoproclaman filósofos. También el envenenamiento de Pompeyo. Y, más recientemente, tantos oficiales y altos jerarcas nazis, puede que el mismo Hitler. En fin, que bajó rápido de su observación de la rotura y comenzó a preparar una fuerte dosis de un potente veneno.

Según observó en las agresiones que hicieron a la fiera, la piel de ésta parecía invulnerable. ¿Que mejor cubierta para el globo? ¿Qué mejor material para evitar que fuera horadado que esa piel, si podía estirarse? Afanasol deliraba preparando la poción venenosa. Esperaba que las entrañas fueran vulnerables al preparado. Sería como Sócrates. Recubriría con su invulnerable pellejo el globo, protegiéndolo más y mejor del enemigo, como la piel socrática recubría las cabezas de los filósofos que siguieron, especialmente de Platón y Aristóteles. Pero no procedía hacer, en semejante lugar, tales elucubraciones y ya casi estaba terminada la potente pócima.

Afanasol requirió un buen tasajo de carne, que Golimbrón dudó en proveer. Hubo un ligero altercado y, al final, por votación, se decidió dar al león la carne previamente impregnada de la poción mortal.

Con una cuerda se fue bajando la carne. La fiera daba saltos de rabia y zarpazos al aire, que zumbaba en sus uñas. Poco a poco la trampa mortal, el alimento engañoso, la fruta que haría perder el paraíso de la vida para el animal, fue acercándosele. Cuando estuvo próximo le dio un manotazo tal que tiró con fuerza de la cuerda que Afanasol iba soltando, que éste se sintió tironeado. Los demás tuvieron que acudir a agarrarlo, so pena de verlo por los suelos cabe el árbol. El tasajo de carne fue enviado, de un manotazo, a una considerable distancia. La fiera se fue a él, lo olisqueó entre gruñidos y se lo zampó, entre voraz y agradecida. Tal sería su hambre. Todos, desde el globo, expectantes, tuvieron un gesto de alegría y esperanza. Aplaudieron. En todos estos casos siempre se debe aplaudir y no debe de dar cortedad. El león volvió a su empeño, a su deseo de la mayor comida y mejor, la más humana. Volvió al árbol y a su intento de atraparlo hasta Afanasol y los suyos. Peliaguda intención para una animal que carecía de destreza equiparable al mono. Pero todos sabemos que los leones no se lo piensan mucho y arremeten, sin titubeos, al enemigo que se les presenta. Rara vez le huyen. En todo caso lo evitan y se permiten la desfachatez de ignorarlo. Ignorar un adversario es eliminarlo por el camino más explícito. Y más sabiendo que no tiene fuerzas para inquietarle tan siquiera. Sea como fuere, es que el asunto de la indómita fiereza, con su productor, la fiera embravecida, arañaba el árbol, buscando la pitanza, que adivinaba tras degustar el aperitivo envenenado que Afanasol le bajara por la cuerda.

Desde el objetivo, Golimbrón observaba la bella panorámica. Un animal, todo músculos, valor, energías. Hizo uno, dos, tres, varios disparos. Pasaba el carrete y disparaba la cámara, tratando de obtener las mejores fotos, que envidiaran los reporteros de prensa, los artistas de salón, los fotógrafos aficionados a la caza de los encantos momentáneos obtenidos impresionando las tiras de celuloide. Se volvió y enfocó al resto de los que iban en la barquilla. Aquel era un momento histórico, fabuloso, único para plasmar una imagen. midió la distancia y los acribilló a disparos. Alguno, que distrajo la vista de su mirada a los intentos del león por subir, sonrió, atávico, ante la toma de las fotos.

El bicho espumajeaba por la jeta. Zarrampla, en un ataque de euforia por una pronta victoria, le arrojó una barra de hierro que halló a mano. Le dio en medio de la cabeza y el bicho se enfureció. Le entró como una tos fortísima y espumajeó con más encono. Cesó en sus empeños trepadores y se inmovilizó el león, como pensativo, meditabundo. Meneó la cabeza a derecha e izquierda con especial empeño. Luego arriba y abajo. Caminó un trecho tambaleante. En todas las caras brilló la alegría tras la preocupación. En todos los corazones reinó una calma expectante, visionaria. Afanasol era un héroe leonicida. Como Sansón e incluso Hércules. Dicen que también Don Quijote. No sé. Eso escribió alguno; pero está por demostrar si fue así o fue el ingenio creativo quien atribuyó a un héroe, por otro lado inexistente. Como estaba claro, Afanasol lo hizo con las armas que un héroe moderno, viviendo en una época de ciencia y facilidad, de inteligencia y de uso del entorno, de la herramienta y de las circunstancias para su supervivencia. Aún el león no estaba muerto y no se debe de lanzar las campanas al vuelo. Procede el silencio más religioso que jamás hubo ante los sacrificios de las víctimas propiciatorias en el altar, a los dioses más alabados. Como si un toro buscara la querencia de las tablas para morir. Silencio que heredó para las misas cristianas y que se invoca para los habitantes del globo.

Al fin el león rodó por tierra con un tiritar espasmódico de las extremidades; pero sin un rugido. Esperaron un tiempo prudente, y Afanasol, armado con un enorme cuchillo, descendió por una escala. Una vez en tierra, cogió la barra de hierro y se la arrojó a la yaciente fiera. Se acercó valiente y le asestó una cuchillada en uno de los ojos, buscando el cerebro. Corrió hacia la escala, pero, sintiendo que el león no se meneaba, se volvió sobre sus pasos. Bajó Pelandrusco y se fue al animal, golpeándolo con los pies.
-Está muerto -sentenció.

La tarde comenzaba a decaer y una oscuridad parecía próxima. Así que, con la ayuda de cuerdas, bajaron el globo, que una vez en tierra dejaron, para ocuparse del cadáver del león. Afanasol comprobó que, en efecto, su piel era invulnerable. La dificultad estribaba en como hacerse de ella para tapar el agujero que tenía el artefacto volador. habría que despellejar a la fiera con las últimas luces del atardecer. recurrió a una de sus artificiosas y extrañas herramientas. Colgaron del árbol el cadáver, no sin esfuerzo, y se procedió a quitarle la pellica. La extendieron en la yerba y comprobaron, pasmados, que era extensible como la goma. Afanasol tuvo entonces una idea genial. Digna de su caletre y de todos los magines geniales que en el mundo han sido.

Toda la noche estuvieron en vela. En primer lugar se trataba de tapar el enorme boquete que tenían en la superficie del globo. Luego recubrirían éste con la piel del león, estirándola, dad sus dúctiles cualidades. De esta manera era seguro que no sufrirían más agujeros que provocasen pérdidas de gas. Desde lejos podía observarse el ajetreo de todos los habitantes del globo. El enemigo acechaba en las tinieblas imposibilitado para atacar en la noche.

Se aprestaban para una larga travesía. Dos horas antes del amanecer todo lo importante estuvo concluido y se tomaron un descanso. La perra preñada velaba.

El corto sueño se hizo reparador y gratificante de las inquietudes que el día había traído. Antes del amanecer estaba todo preparado para la elevación. Otra vez la fatiga de las alturas y el rumbo no fijado de los fugitivos que van a ningún sitio y a parte donde sus perseguidores no molesten, un lugar donde poner a recaudo la vida y la mente.

Cuando el sol asomaba sus primeros resplandores por las copas de los árboles cercanos a una río, el globo comenzó su ascensión a los cielos. Todos estaban contentos y el suelo se fue alejando bajo sus pies. Con las luces del alba el león muerto se asemejaba a los restos de una nave pirata vencida. Golimbrón sintió que su bigote se erizaba sin causa aparente. Miró en derredor y vio venir del oriente, allá donde el sol inauguraba el día, una enorme bandada de aves. Se aproximaban al aparato, que se dirigía a poniente. Señaló a la banda y Baruch enfocó los catalejos en aquella dirección, no sin deslumbrarse por el sol. Pensó, por momentos, que el enemigo se hubiese hecho volátil. Sería la perdición. En poco tiempo tuvieron cerca a las aves. Eran negras y grandes, no emitían ningún sonido. Pronto estuvieron a la altura del artefacto que les transportaba. Eran inmensas y en multitud. Afanasol trató de clasificarlas, dentro del reino animal, y no acertaba. Eran como inmensas grajas. Volaron durante un trecho alrededor del globo, mirando con inquietantes ojos negros. Cundió una cierta inquietud en los navegantes del aire. Afanasol siempre aconsejó aprestarse para una posible reyerta, viendo el cariz amenazador de las aves. La perra preñada les ladraba. Zarrampla fue el primero que se dio cuenta de que aquella alada monstruosidad venía con el pico abierta hacia él. Se agazapó en la barquilla y el plumífero se aferró con sus garras a ella. Afanasol disparó al pecho, y el bicharraco dio un quejido, derrumbándose dentro. Atendieron a otras posibles embestidas; pero no fue así y vieron como se reagrupaban, yéndose hacia el oeste. Todos se tranquilizaron. Examinaron el cuerpo de la que mataron, cuyas alas abiertas se habían enredado en los cordajes de la barquilla, que la unía al globo. Por la herida manaba abundante sangre. Pelandrusco puso un cubo que se llenó. Afanasol apenas creía en tan extraños ser y fenómeno, perteneciente al mundo de las plumíferas y que tenía delante. La sangre dio un fuerte olor a nafta, y eso le llevó, siempre guiado por su proverbial curiosidad, a coger un platito con un poco de ella y aplicarle fuego. Todos vieron, con asombro, como aquella sangre ardía con una llama parecida al combustible que utilizaban para el globo. Afanasol pensó que con el cubo tendrían combustible para dos días de vuelo. El destino parecía burlarse, con estos percances inesperados, de todos ellos.

Pasó el tiempo y sobrevolaban unas enormes montañas. Tras ellas se abría un espacio terso y de brillos plateados. Era una enorme superficie de agua. No era todavía el mar, sino un enorme lago, cuyos límites se vislumbraban desde las alturas en que se situaban

Como es natural todos pensaron que aquella superficie de agua era el Ponto Euxino, donde al otro lado se ofrece la solaz salvación. Pero al ver delimitada su continuidad a lo largo se les fraguó un engaño más de los sentidos.

Todo esto es ilógico y un enorme disparate. Ir a ningún sitio y en las circunstancias y perennes peripecias que ellos iban, no tenía razón de ser. Sería eso, que ellos no tenían ser y, por lo tanto, carecían de razón. Añoraban la vista del Ponto Euxino, sus aguas. Pero no sabían en que dirección cardinal estaba situado. No sabían a donde emprender el vuelo. Ícaros ciegos que sólo se limitaban a volar para sobrevivir. Sobrevivir para pasar el Ponto Euxino. Sus vidas, de esta manera, tenían un remoto sentido. El sentido que da la esperanza de la salvación. Salvación y no sobrevivencia. Pero no recibían ningún comunicado de un grupo que huyera asimismo. Ninguna señal en el amplio horizonte que se divisa desde lo alto, ni ninguna señal en los astros. Ni una paloma mensajera se posó en la barquilla, trayendo gratas noticias sobre el rumbo a tomar. De esta manera todo eran sobresaltos, luchas, posibilidades, zingzangueos, errar por los desiertos aéreos buscando tierras prometidas, confundidos por no se sabe que pecado que les apartaba de la buena ruta. ¿No sería el Ponto Euxino una quimera más? Posiblemente todos los que huyeron alguna vez del enemigo jamás lo alcanzaron, ni sus playas y acantilados fueron pisados nunca. Llevaban unos días, ¿dos, tres?, de vuelo y les parecían eternidades voladas. En la angustia que se disimulaba. Después de aquello se planteaba seriamente si la vida merece la pena ser vivida.

El globo sobrevolaba la límpida superficie que ondulaba abajo. El sol estaba en lo más alto. Una barquichuela cruzaba las aguas y uno de los hombres que remaban saludaba, moviendo los brazos y dando voces. Afanasol maniobró con prudencia para acercarse lo más posible. Pensaba en todo momento en las añagazas de los enemigos. No estaba muy seguro si en el agua el enemigo tendría poder. Los de la barca le ofrecían pescados. Afanasol situó el globo debajo y lanzó una cuerda. En un cesto izaron los peces. Golimbrón los quería guardar para prepararlos por la noche. Zarrampla, llevado de un proverbial sentido de la desconfianza, cogió el cesto, sacó uno de los peces y se lo dio a la perra. Por si estaba envenenado. Se decidió esperar. Afanasol elevó el aparato y procedió a analizar el pescado. No parecía envenenado; pero, consultando a los demás, decidió devolverlo al lago. Todos estuvieron de acuerdo.

El globo fue dejando atrás la enorme superficie líquída y a los pies se desparramaba una gran y fértil llanura. Ganados de vacas pastaban en prados feraces. Campesinos se dedicaban a sus faenas. Todo era hermoso y tranquilo. Les hacía pensar en que el enemigo no existía por aquellos parajes. Así que optaron por posarse cerca de un caserío y acercarse a él. Por supuesto, con todas las precauciones que correspondía al caso.

Se procedió a un oteo minucioso del horizonte en todas las direcciones. El encargado de manejar el catalejos, con toda pulcritud y perspicacia, fue Baruch, ducho en el arte de observar detalles y minucias. Era una aficionado lector de novelas policiacas. Degustaba estas lecturas y también era asiduo lector de una revista de quioscos, donde se explayaban casos policiales por resolver: SER POLICÍA. Más de una vez había resuelto asuntos de esta índole y, por ello, un alto organismo le concedió una distinción al mérito civil. Era un agudo observador de vista de lince. Con tranquilidad miraba en derredor de la barquilla los más mínimos detalles que pudieran dar indicio del enemigo por aquellos campos, por aquellas tierras, bajo el artefacto volátil, has donde pudiera alcanzar su vista, ayudada por los catalejos. Todos confiaban en la inspección de Baruch. Este afán de policía, junto a su inveterada donjuanía, eran las características más sobresalientes de este habitante provisional de las alturas. Se puede pensar que la perspicacia policial iba unida, indefectiblemente, a sus dotes de don Juan. Puede que supiera cosas de las mujeres que el resto de los mortales desconocía a medias, y, de ahí, su éxito con ellas. Conocedor profundo del otro sexo por sus aficiones inquisitivas, más que por sus dotes de galán, debía estar por ello agradecido a la existencia del elemento, que podríamos llamar policial, en las sociedades humanas.

Baruch anunciaba que, en lo que él veía, no había nada que pudiese inquietar sus espíritus. Así que Afanasol maniobró para acercarse a la tierra. Precavidamente, y sin que el catalejos dejara de remirar, fueron perdiendo altura. Pensaba, Afanasol, en los místicos. Concretamente en los vuelos místicos para huir de las tentaciones de la carne. Esos vuelos que se realizan en noches oscuras del alma y del cuerpo y llega un momento en que acontece el deslumbre de la luz divina. No era es su caso; pero podría ser el de alguno de sus compañeros. Para él bajar a tierra en pleno día y estirar las piernas, proveerse de vituallas y sentir bajo sus pies la compacta corteza terrestre, era el paraíso deseado, y la luz divina. Era el revés de lo que a los místicos les ocurría. En un vuelo, sí, en un vuelo de aterrizaje.

El caserío estaba cerca ya. Decidieron posarse a unos centenares de metros del mismo. Ya en tierra, Saltó Zarrampla y clavó una estaca, atando uno de los puntales de sostén para cuando el aparato estaba en tierra. Inmediatamente Golimbrón clavó otra estaca y ató otro puntal. Bajaron todos los demás, menos Afanasol que quería dejarlo preparado para una eventual huida. Y para que ésta se hiciese con rapidez. Acabados estos preparativos, procedió a hollar el seno de la madre tierra, tan deseado y a maravillarse ante el deslumbre de tener los pies en el suelo.

Cayó en suerte a Baruch quedarse con la perra al cuidado del artefacto. Afanasol y Golimbrón entrarían por un lado en el villorrio, y los otros dos, Pelandrusco y Zarrampla, lo harían por el lado opuesto. Se reunirían en lo que podría ser plaza mayor y vieron desde lo alto.

Junto a las casas, por la parte que Afanasol y sus compañero entraron, había un pequeño bosquecillo de pinos que, en una hilera, se largaba hasta intrincarse, en las afueras de la villa, en un espeso bosque. Durante un rato, entre los árboles, observaron el pueblecito. Golimbrón se adelantó, colándose por una de las calles. Si ir por el medio, sino cerca de la pared de la derecha. Salió de una de las puertas una vieja que se fijó en él. Al pasar ante ella le dio las buenas tardes y siguió. A escasos pasos le pisaba los telones Afanasol, con un bolsa donde llevaba algunas defensas y herramientas ante imprevistos casos que suelen acaecer, ¡ojalá no!, en este tipo de incursiones en corral ajeno. Al andar la calle y volver la vista atrás, se dieron cuenta que de todas las puertas habían salido mujerucas, jóvenes y viejas, vestidas de negro, que los observaban. Alguna con la mano sobre la frente, para protegerse de la rutilante luz del día, que deslumbraba, al salir de las casas a la luminosidad de las calles. Entonces los dos se pusieron a la misma altura y cogieron la calle de la derecha.

Pelandrusco y Zarrampla fueron a dar a un riachuelo. Sería el río del pueblo. Estaban en la parte opuesta por donde la otra pareja de compañeros había entrado. Bebieron en las limpias aguas, metros más arriba de lo que parecía un lavadero, donde las mujeres harían la colada. Miraron el pueblo y caminaron confiados por el medio de la calle que tuvieron más a mano. En la primera esquina había un grupo de hombres que los miró al unísono. Todos estaban cariacontecidos y dejaron de hablar nada más verlos. Pasaron delante del grupo dando las buenas tardes. Nadie contestó y se dirigieron a la izquierda, después de preguntar por donde se iba a la plaza. Pregunta que ninguno contestó, limitándose uno a pasar la pelota a otro con la mirada.

Los cuatro compañeros, divididos en parejas, desembocaron, tras recorrer algunas callejas, calles y vericuetos pueblerinos, en una amplia plaza. Amanecieron a ella por partes opuestas, y lo que sus ojos vieron no dio crédito a sus razones ni a sus entendederas. En medio de la plaza había un entarimado por el que paseaban, con garbo, algunas mujeres medio desnudas, otras completamente como sus madres las trajeron al mundo. Las había jóvenes de buen ver, viejas de carnes fofas y arrugadas y caídas tetas. Se reunieron en uno de los lados de la gran plaza y contemplaron la posibilidad de inquirir sobre tal evento. Lástima que el mujeriego de Baruch estuviese en el globo.

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